In English | Cuando mi amiga Grazia y yo decidimos explorar la única clase de danza del vientre en la YMCA —a ver si, con suerte, se convertía en una forma de ponernos en forma que no detestáramos—, terminar siendo parte de una compañía de baile cuyo nombre incluye la frase “diosas de la luna” era algo tan impensado que todavía me cuesta describirlo. La probabilidad de ver un hada en mi jardín fue al menos una conversación que tuve más de una vez con mi hija de 6 años. ¿Bailar la danza del vientre en público a los 48? ¡Ja! En esa primera clase, nuestra instructora, Terry, nos dijo que el grupo se estaba preparando para crear una nueva coreografía que presentarían en una convención de danza del vientre dentro de seis semanas, y nos invitó a participar. Horrorizada, estaba a punto de salir corriendo cuando escuché a Grazia decir: “Estaré en Italia, pero ella puede ir”, señalándome. Alentada por Grazia y Terry (“¡Será divertido!”), accedí.
Seguramente estás pensando que esta fue una clase para principiantes que me permitiría adentrarme poco a poco en las complejidades del baile. Fue más bien como un salto de bungee: lánzate al vacío y, en algún momento, volverás a subir. El grupo ya se sabía la mayoría de los pasos, y tuve que ponerme al día lo más rápidamente posible. Casi de inmediato, comencé a aprender la diferencia entre un “shimmy” y un “maya”, cómo cruzar la pista de baile ondulando el cuerpo, el truco para girar un velo sin (apenas) enredarme en él y hacer círculos con el pecho aislando músculos que ni sabía que podía mover.
Mi curva de aprendizaje fue empinada pero manejable. Sin embargo, mi seguridad comenzó a caer precipitosamente alrededor de la tercera semana, cuando ya me había comprometido con la presentación y había comprado el atuendo básico de pantalones harén, camisita choli que solo cubre la mitad del torso, pañuelo de monedas y velo. Hacía la mayoría de los pasos razonablemente bien (#metas), pero a pesar de que habíamos extendido los ensayos a dos veces por semana, no recordaba la coreografía y me costaba detectar las pautas musicales. Desanimada, me reprochaba por haber aceptado bailar sin pensarlo bien y empecé a tramar la manera salirme del grupo.
Pero con lo que no había contado era el apoyo inquebrantable de mis compañeras de baile. No estoy segura de lo que esperaba encontrar cuando fui a la clase la primera vez, pero en el fondo estaba resignada a que fueran unas despampanantes Salomés. En cambio, encontré mujeres... como yo. Con más de 40 años, viviendo la realidad de nuestros cuerpos cambiantes y pasándola bien. Con la generosidad que las caracteriza, ellas compartieron sus conocimientos conmigo, celebraron cuando aprendía un movimiento, me animaron a continuar y —aunque llevan años bailando juntas— nunca me hicieron sentir que les impacientaba esta novata que había aterrizado en el grupo. June, Veronica, Amy, Dory, Virginia y Terry son verdaderas “diosas de la luna”.
La reacción de mi familia ante la noticia de que pronto estaría bailando la danza del vientre, ante una audiencia, fue exactamente lo que hubiese esperado de ellos. Mi esposo se rió sorprendido de que estuviera dispuesta a hacer semejante cosa, pero, como siempre, me apoyó, completamente seguro de mi capacidad de hacerlo bien. Mi mamá dijo que con un nombre árabe como Jamillah, se debería haber imaginado que en algún momento bailaría la danza del vientre. A mi hija solo le interesaba ponerse el pañuelo de monedas. Sin embargo, refunfuñaron cuando les prohibí asistir a la convención. No podía soportar el estrés de saber que estarían allí. En cuanto a mis amigos, solo se lo dije a los que viven fuera de la ciudad.
Las seis semanas que parecían una eternidad en mayo se convirtieron en principios de julio a un ritmo alarmante, y llegó el día de la actuación. ¿Acaso tengo que aclarar que nunca antes había estado en una convención de danza del vientre? Quedé deslumbrada con los coloridos atuendos, joyas, maquillaje, cabello y tatuajes de los artistas que asistieron. A pesar de lo que había visto en la clase, seguía pensando de forma estereotípica y esperaba ver bailarinas jóvenes y esculturales. Hubo algunas de esas, sí, pero también se presentaron bailarinas de 50, 60 y 70 años, con cuerpos que algunos llamarían “imperfectos”, pero con gracia y alegría perfectas. Mi favorita fue una bailarina cuyo cabello es, como el mío, mitad canas y mitad el último color que se tiñó. Para mi deleite, descubrí que la danza del vientre está llena de humor y que la gente la baila con música country, techno, rock psicodélico de los años 60 e, increíblemente, “Eye of the Tiger”, que incluía lanzar puñetazos al aire coordinados con el movimiento de caderas. Lo mejor de todo es que me encontré con una comunidad muy unida donde ningún baile es un mal baile. Lo sé porque nos equivocamos en la primera de nuestras dos rutinas, entré en pánico, comencé a sudar y me dio un ataque de risa nerviosa mientras, por supuesto, me enredaba en el velo. Y cuando terminamos, el público aplaudió cálidamente, ajeno a —o quizá debido a— nuestros errores. El segundo baile salió perfecto y recibió aún más aplausos y felicitaciones; incluso, tan pronto bajamos del escenario una mujer le dijo a Terry que quería unirse al grupo. El mejor cumplido vino de Fred, el esposo de Terry, quien me preguntó cuánto tiempo llevaba en el grupo. Cuando le dije que un mes y medio, respondió: “¡No se nota!”
Lo bueno de la YMCA es que todas las clases son continuas, y te unes como puedas por el tiempo que quieras. Unos días después del espectáculo, Terry nos dijo que la instructora de Zumba nos había invitado a actuar durante su clase (a las 8 a.m. de un sábado, vale la pena recalcar), ya que aproximadamente la mitad del grupo somos sus alumnas. Dije que sí a regañadientes, algo preocupada porque ahí sí conocía gente. Para el momento que llegué a la sede para prepararme para la presentación, mi “algo” de preocupación se había convertido en un miedo escénico total. Canté en un coro durante 15 años y nunca estuve tan aterrorizada antes de una presentación como esa mañana. Afortunadamente, mis nervios disminuyeron una vez que comenzamos la rutina, todo salió bien, y todos en la clase de Zumba bailaron con nosotros y aplaudieron como locos cuando terminamos.
Al comienzo de todo esto, entre broma y broma les decía a mis amigos y familiares que accidentalmente me había convertido en una bailarina del vientre y era la primera en burlarme de mí misma. Pero aún no había descubierto que al arriesgarme, lo que realmente había hecho era unirme a una hermandad. Tengo mucho que aprender, pero sigo bailando.