Vida Sana
Cuando estaba en mis treintas, comencé a sentir que mi cuerpo trataba de comunicarme que algo andaba mal. Primero fue mi espalda y luego un pie hinchado. Empecé a sufrir de un asma aparente que terminó siendo una inflamación en los tejidos de los pulmones. Todos los días era un síntoma nuevo y un especialista diferente. No encontraban cuál era el diagnóstico.
A causa de una inflamación severa en el ojo y su relación con una condición autoinmune, me hicieron estudios de enfermedades autoinmunitarias crónicas y así fue que finalmente descubrieron que yo padecía de lupus eritematoso sistémico. Conocido también como “el gran imitador” porque sus síntomas se confunden fácilmente con otras enfermedades.
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Sentí alivio de saber que no estaba loca, que todos los síntomas que me afligían tenían una causa. Sabía que no había cura, pero tenía esperanzas de que siguiendo el tratamiento, que mis médicos indicaron, iba a sentirme mejor y a continuar con la vida activa a la que estaba acostumbrada.
El remedio era peor que la enfermedad
Sin embargo, los efectos secundarios de los tratamientos que intenté, muchas veces, eran más agudos que los propios síntomas de la enfermedad.
En reiteradas ocasiones le pregunté a mis médicos que si mi alimentación tenía que ver con la enfermedad o que si había algún cambio alimenticio que pudiera hacer para reducir los ataques del lupus. La respuesta siempre era la misma: “No hay nada más que hacer, tómate tus medicamentos”.
Me rehusaba a permitir que el lupus me privara de disfrutar la vida, entonces me di a la tarea de hacer cambios a mi dieta. Quería encontrar alivio y disminuir la dependencia de los fármacos.
Mi dieta de eliminación
Es cierto que no existe una dieta específica contra lupus, ni evidencia científica que apoye que el cambio en la alimentación tiene un efecto contra la enfermedad. Asimismo, también es cierto que existen alimentos que ocasionan inflamación en el cuerpo. Así fue que comencé haciendo una dieta de eliminación, buscando comparar como me sentía al eliminar el azúcar, el alcohol y los carbohidratos procesados. Rápidamente identifiqué cuáles ingredientes desencadenaban en mí los síntomas de la enfermedad.
Poco a poco, mi cuerpo fue reaccionando positivamente a la nueva dieta y dejé de depender de los medicamentos. No es que haya encontrado una cura, o que no tenga que recurrir a los medicamentos de vez en cuando, pero mi calidad de vida ha mejorado.
Hay ocasiones en que me doy gustos, especialmente durante los fines de semana, y otras en que no tengo acceso a lo que debo comer, pero siempre retorno a los alimentos que apaciguan mi condición médica. Lo más importante es que tengo herramientas para controlar mi enfermedad.
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