‘The Death of Stalin’: Farsa diabólica
Comedia esconde duras críticas detrás de cada chiste.
DIRECTOR: Armando Iannucci
GUION: Armando Iannucci, Fabien Nury, David Schneider, Ian Martin, Peter Fellows (basados en la novela gráfica The Death of Stalin de Fabien Nury y Thierry Robin)
ELENCO: Steve Buscemi (Nikita Khrushchev), Adrian McLoughlin (Joseph Stalin), Simon Russell Beale (Lavrentiy Beria), Jeffrey Tambor (Georgy Malenkov), Michael Palin (Vyacheslav Molotov) Olga Kurylenko (Maria Yudina), Andrea Riseborough (Svetlana), Rupert Friend (Vasily) y Jason Isaac (Mariscal Georgy Zhukov)
DURACIÓN: 106 minutos
The Death of Stalin es una comedia porque no podía ser otra cosa: los elaborados malabares verbales y físicos que los colaboradores del dictador soviético tenían que hacer para complacerlo, parecen los de payasos en el circo. Pero es también una tragedia dado que, por inverosímil que parezca, mucho de lo que retrata está basado en hechos reales. La sumisión abyecta que tenían que profesarle al déspota es un triste ejemplo de qué tan bajo puede caer el ser humano en circunstancias extremas. Por eso cada risa que arranca The Death of Stalin viene inevitablemente acompañada de un dejo de terror.
Se dice de los tiranos que son como un “sol”: si estás muy cerca, te quemas; si muy lejos, te congelas. Tres de los protagonistas pertenecen a la primera categoría y esa es su desgracia. Por el privilegio de encontrarse en el círculo íntimo de colaboradores del déspota, Nikita Khrushchev, Lavrentiy Beria y Georgy Malenkov tenían que aceptar sus invitaciones a cenar a altas horas de la noche. Además de los esfuerzos supremos para no bostezar, los funcionarios debían adivinar los cambiantes ánimos del anfitrión, festejarle todos sus “chistes” y, encima, ver con él alguna película de vaqueros —su género preferido—. En una de las primeras secuencias, The Death of Stalin nos muestra cómo iban estas “encantadoras” veladas. Sin saberlo, la cena del 1º. de marzo de 1953 que concluyó a las 5 de la madrugada, sería la última que tendrían que padecer los funcionarios. Horas después Stalin sufriría el derrame cerebral que lo mataría a los 74 años.
En la intimidad de la citada cena, el genial director y guionista escocés Armando Iannucci establece no sólo el carácter de los personajes, sino el ambiente de pánico en el que tenía Stalin sumido al país entero. Y lo hace a través del lenguaje, primer instrumento de control en gobiernos totalitarios. La conversación se muestra como un campo minado donde cualquier palabra equivocada podía detonar la ira del tirano. Es en la mesa donde presenciamos la primera batalla y como la libra cada funcionario en relación con su propia personalidad. Beria, el director de la temible Policía Secreta, calcula cada frase y se muestra excesivamente obsequioso; el pusilánime Malenkov, miembro del Consejo de Ministros, no puede ocultar el pánico que le tiene a Stalin y a duras penas se atreve a hablar. El único cuya charla locuaz y despreocupada da la impresión de no saber el peligroso terreno que pisa es Khrushchev. Por ello es el que parece más inofensivo.
La farsa continua al día siguiente, cuando cada uno tiene que recibir la noticia de que Stalin se encuentra en coma con la reacción de dolor más elocuente. La más bufonesca es la de Khrushchev, quien se presenta en pijama en el Kremlin. Los otros dos se avientan al cuerpo inerte de Stalin, pero Beria lo hace, subrepticiamente, para ver si aún respira. Stalin sigue vivo, pero urge localizar a un doctor. El problema es que, sobrecogido por la paranoia de que lo querían asesinar, el déspota había —y es un hecho real— encarcelado o exiliado a los más destacados médicos de Moscú. La búsqueda desesperada de galenos desata el pánico entre los ciudadanos acostumbrados a que si tocan a su puerta en medio de la noche es porque han sido añadidos a la siniestra lista de “enemigos del pueblo” con la que Stalin se deshacía de la, supuesta o real, disidencia. Al fin, la policía logra reunir a un puñado de ancianos mediocres que llegan aterrados al Kremlin a sabiendas de las posibles consecuencias si no logran salvar al líder. Pero no hay nada que hacer, Stalin fallece el 5 de marzo.
Así comienza otra desquiciada carrera entre Beria, Khrushchev y Malenkov por el puesto de Stalin. Aunque Malenkov es el sucesor oficial, Beria aprovecha su falta de carácter para manipularlo. Además, conocido por su extrema crueldad con los prisioneros políticos, Beria trata de suavizar su imagen ofreciendo su liberación. Khrushchev busca el apoyo de Svetlana, la hija de Stalin, y de Vyacheslav Molotov, el ex ministro de Relaciones Exteriores que había conocido el otro lado del “sol”, al ser “congelado”. A tal grado llega la enajenación y el lavado de cerebro al que han sido sometidos los soviéticos que cuando Beria libera a una prisionera informándole que Stalin ha muerto, la mujer responde llorando desolada: “¿Muerto?”, a lo que él responde: “Sí, Stalin, el que te metió en la cárcel”.
Iannucci, creador de la exitosa serie Veep, logra deslizar sutilmente en cada secuencia, por más graciosa que parezca, un amargo comentario acerca de la naturaleza humana. Según Iannucci, el resorte detrás de muchas de las acciones de los políticos es una desesperada lucha por la supervivencia. The Death of Stalin nos muestra que, por lo menos, en una cosa tenia razón Marx: “La Historia se repite dos veces: una como tragedia y otra como farsa”.
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