Humor y personajes excéntricos en 'The Grand Budapest Hotel'
Una muerte inesperada desata intrigas en la nueva comedia de Wes Anderson.
Director: Wes Anderson
Guión: Wes Anderson y Hugo Guinness
Elenco: Ralph Fiennes, F. Murray Abraham, Mathiu Amalric, Adrien Brody, Saoirse Ronan, Tilda Swinton, Jude Law, Willem Dafoe, Harvey Keitel, Edward Norton, Jeff Goldblum, Owen Wilson, Jason Schwartzman, Lea Seydoux, Bill Murray y Bob Balaban
MÚSICA: Alexandre Desplat
Duración: 100 minutos
The Grand Budapest Hotel podría ser la mejor metáfora para describir el cine de Wes Anderson: una elaborada edificación finalmente vacía. Pero, a diferencia de sus anteriores películas —Rushmore (1998), The Royal Tenenbaums (2001), o The Life Aquatic with Steve Zissou (2004), por ejemplo— el contexto histórico le añade una dimensión insoslayable. Ubicada en la Europa de los años 30, Anderson aprovecha lo que sabemos del fascismo para llenar los huecos de la trama.
El Grand Budapest está ubicado en una montaña inaccesible de la República de Zubrowka, un país ficticio en Europa del Este a la sombra de los Alpes. En el Gran Budapest convergen toda suerte de personajes disímbolos atendidos por el servil conserje Monsieur Gustave H. (Ralph Fiennes) y su joven aprendiz, Zero Mustafá (Tony Revolori), un inmigrante de origen musulmán. El año es 1932 y la sombra del fascismo se cierne sobre Europa. La venerable Madame D (Tilda Swinton), una de las clientas consentidas del Grand Budapest, muere inesperadamente y en su testamento le deja a Gustave la pintura más valiosa de su colección. Para invalidar el testamento, la siniestra familia de Madame D acusa a Gustave de haberla asesinado y la policía militar lo encarcela. Con la ayuda de Zero, Gustave tratará de escapar de prisión y de las manos de los sicarios contratados por Dimitri (Adrien Brody), el hijo de Madam D. Lo que sigue es una comedia de enredos plagada de personajes excéntricos. El absurdo argumento es solo un pretexto para justificar el tono de farsa y el tránsito de los personajes por el hotel del título, subiendo y bajando escaleras, cerrando y abriendo puertas.
La cinta se rodó en Alemania y la arquitectura monumental fascista es el trasfondo incidental de la historia. El hotel mismo, por la época, tendría que ser más parecido a Berchtesgaden, la casa de retiro de Hitler en una remota montaña de Bavaria, pero a Anderson no le interesa la historia ni la política. En lugar de aprovechar la atmosfera del escenario natural y las tinieblas que presagian la Segunda Guerra Mundial, el ambiente es de nostalgia por un estilo de vida que en su insistencia por la elegancia decadente niega los horrores por venir. Supuestamente, su inspiración fueron las novelas del escritor austriaco Stefan Zweig, pero solo hay ecos de añoranza por la Viena de principios de siglo y no por lo que vendría después y que resultó en el suicidio del artista en 1942.
El espectacular reparto tiene en su mayoría solo apariciones cameo y las actuaciones son tan artificiales y caricaturescas como el decorado. Los únicos personajes que podrían desarrollar algo interesante son Gustave y Zero, pero las constantes distracciones de la trama y los personajes secundarios no lo permiten. Como en la mayoría de sus películas, las sonrisas que The Grand Budapest Hotel arranca al espectador provienen de exaltar la excentricidad de los personajes y de las situaciones, por la excentricidad misma. Anderson es un arquitecto de la imagen, un escenógrafo cuya meticulosidad resulta opresiva, pero solo en ese sentido la obra apunta al contexto político en que se sitúa.
Lo que sí se puede decir a su favor es que en The Grand Budapest Hotel, Anderson se gradúa de los montajes al estilo casa de muñecas para crear un gran edificio que combina las líneas simples y elegantes del Art Decó con los colores pastel del decadente rococó. Y son estas dos palabras, pastel y decadente, lo que acaban definiendo la película. Como Agatha (Saoirse Ronan), la repostera del hotel, Anderson confecciona una cinta que es una delicia visual y que podría quedarse en un divertimento escapista de no ser por el prodigioso montaje, cuyo mérito también pertenece a su director artístico, Stephan O. Gessler y al fotógrafo Robert D. Yeoman. Lo demás es comedia de pastelazo y como tal se puede degustar la película, como un pastelillo con muchas calorías, pero sin valor nutricional.