‘A Ghost Story’: Un alma en pena
Rooney Mara y Casey Affleck en una cinta que se deleita de su propia extravagancia.
DIRECTOR: David Lowery
GUION: David Lowery
ELENCO: Rooney Mara, Casey Affleck, Will Oldham y Sonia Acevedo.
DURACIÓN: 92 minutos
A Ghost Story es un experimento formal que trata de capturar en imágenes lo que en literatura logró una artista de la talla de Virginia Woolf: la quietud y el silencio que deja la muerte a su paso. De hecho, la película arranca con un epígrafe del cuento de Woolf La casa encantada y tiene el mismo ritmo que Woolf construía con palabras para atrapar la irregular corriente del pensamiento. Para Woolf la vida no se experimentaba “en directo”, sino en transmisión diferida que se tenía que procesar pasando por el prisma de la consciencia. A la escritora inglesa la marcó la muerte de su madre como revela en Al faro; una novela en la que, a pesar de ser autobiográfica, no aparece. Woolf es prácticamente un fantasma que observa la vida familiar desde fuera, y descubre en su extraordinario clímax que la desaparición física de su progenitora era irrevocable, pero que como artista podía “atrapar el grano de arena seco antes de que llegue la ola de la vida a mojarlo”. Solo unos instantes para capturar la existencia en el momento de “ser”: una visión fugaz, un espejismo, pero como escritora lo hace suyo por la eternidad. A Ghost Story no alcanza ese grado de perfección, pero tiene algunos atisbos de genialidad.
C (Affleck) y M (Mara), un matrimonio que vive modestamente en la vasta pradera solitaria de un suburbio en un lugar no identificado, es sorprendida una noche por el fuerte retumbar de las teclas del piano en la sala. Alarmados, se levantan para tratar de descubrir qué o quién lo hizo, pero no encuentran nada. Vuelven a la cama y se quedan silenciosos e inmóviles en un tierno abrazo. La toma de casi cinco minutos será la última en la que veremos a C vivo. En la siguiente secuencia, solo quedan sus restos ensangrentados en un auto accidentado a pocos metros de la casa. En el hospital, M abraza su cadáver por última vez y se retira. Y aquí es donde el lirismo y la cualidad onírica y sobrenatural de la historia, se rompe con una convención pedestre: C cubierto por una sábana se levanta y empieza a deambular por los blancos pasillos del hospital. Como en cualquier representación infantil de los fantasmas, la sábana tiene dos hoyos oscuros que hacen de ojos. Frente a una pared, un haz de luz parece abrirse e invitarlo a entrar; C duda un momento, pero decide quedarse “de este lado”. Entre esos dos mundos se moverá la historia y también su estilo que oscila entre lo sublime y lo ridículo.
De regreso en casa, M recibe la visita de una vecina que en muestra de solidaridad le lleva una tarta. Ella apenas alcanza a expresar alguna palabra de agradecimiento, típica respuesta del dolor que enmudece. A Ghost Story captura en su estilo sobrio y parco ese silencio. La quietud de la muerte es el velo invisible que teñirá el color emocional de la película. Como una autómata, M desenvuelve la tarta, saca un cuchillo y comienza a cortar un pedazo. De repente, ese gesto insignificante le descubre la enormidad de lo ocurrido: el acto es inútil puesto que ya no tiene con quien compartirlo. Tomando la tarta entera, M se sienta en el suelo y se la empieza a comer lentamente y luego con desesperación. La escena es un prodigio de la imagen que dice más que mil palabras, pero su extensión será lo que decidirá al público que acepte o rechace A Ghost Story. La secuencia dura alrededor de cinco minutos que se sienten como una eternidad. Mara efectivamente se comió casi toda la tarta sin parar frente a la cámara estática. Aquí la discusión será, primero: ¿era necesario someter al espectador a esa tortura?; segundo, y más importante: ¿no es más natural que después de unos segundos, nos detenga la falta de apetito que acompaña al dolor síquico y rompamos en llanto al sorprendernos en un acto tan patético? Lo único que rompe el acto de M es la reacción natural del cuerpo ante semejante ataque y corre a vomitar en el baño que se ve a lo lejos.
En esa y otras cosas, A Ghost Story se deleita —un poco demasiado— en su extravagancia. Desde el formato reducido de la pantalla, el director David Lowery transmite la constricción emocional a la que nos arroja el duelo. Además, en lugar de seguirse por la ruta tan transitada de la resistencia de los vivos a olvidar, es el fantasma el que queda atrapado en el pasado. Como perrito sin dueño, la sábana blanca se desliza por la casa y observa impotente la eventual resignación de M, quien rehace su vida y termina por mudarse no solo de la casa, sino del luto. Otros ocupantes vienen y van, pero C permanece en ese espacio físico esperando que M regrese y demostrando así que somos nosotros los que nos convertimos en fantasmas cuando nos resistimos a dejar atrás los recuerdos.
Finalmente, en voz de uno de los personajes que alude al cineasta David Cronenberg que porta siempre su “credencial Existencialista”, Lowery parece cuestionarse el sentido de la vida. Depende de nosotros, como del fantasma, vivir en luto permanente resistiéndonos al cambio que es la cualidad intrínseca de la vida, o deambular por el mundo como fantasmas atrapados en el pasado.
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