‘El escándalo del siglo’, por Gabriel García Márquez
Extracto de la nueva antología de artículos periodísticos del Premio Nobel colombiano.
Según el mismo Gabriel García Márquez, “el periodismo es un género literario, una pasión insaciable que solo puede digerirse con la realidad”. Y en El escándalo del siglo, un nuevo libro que recoge 50 de sus mejores crónicas periodísticas escritas a lo largo de 35 años de carrera, es evidente que aquí encontró campo fértil para contarnos, con esa prosa inimitable y mordaz, la realidad que se vivía en esa época, como él la entendió, y como nos la hilvanó a nosotros, sus fieles lectores. Aquí un fragmento de la entrada titulada “El año más famoso del mundo”, firmada el 3 de enero de 1958 y escrita para la revista Momento, en Caracas:
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En febrero se perdió la noticia del año
La juventud londinense había agotado un millón de discos de «Rock around the clock» en treinta días —el mayor récord después de El tercer hombre— la mañana en que la reina Isabel de Inglaterra se embarcó en el avión que la condujo a Lisboa. Esa visita al discreto y paternalista presidente de Portugal, Oliveira Salazar, parecía tener una intención política tan indescifrable, que fue interpretada como un simple pretexto de la soberana de Inglaterra para salir al encuentro de su marido, el príncipe Felipe de Edimburgo, que desde hacía cuatro meses vagaba en un yate lleno de hombres por los últimos mares del Imperio Británico. Ésa fue una semana de noticias indescifrables, de pronósticos frustrados, de esperanzas muertas en el corazón de los periodistas, que esperaron lo que sin duda hubiera sido el acontecimiento sentimental del año: la ruptura entre la reina Isabel y el príncipe Felipe.
En el limpio y laberíntico aeródromo de Lisboa, adonde el duque de Edimburgo llegó con cinco minutos de retraso –en primer término porque no es inglés, sino griego, y en término segundo porque tuvo que afeitarse la barba para besar a su esposa– no ocurrió el acontecimiento esperado, y ésa fue, en 1957, la gran noticia que pudo ser y no fue.
En cambio, en ese mismo febrero en que Brigitte Bardot llevó su descote hasta un límite inverosímil en el carnaval de Munich y el primer ministro francés, señor Guy Mollet, atravesó el Atlántico para reconciliar a su país con los Estados Unidos después del descalabro de Suez, Moscú soltó la primera sorpresa del que había de ser el año más atareado, desconcertante y eficaz de la Unión Soviética. Esa sorpresa, presentada por Pravda como un acontecimiento de segundo orden, fue el reemplazo del sexto ministro de Relaciones Exteriores soviético, Dimitri Chepilov, por el nuevo niño precoz de la diplomacia mundial Andrei Gromyko.
Chepilov, antiguo director de Pravda, había sido nombrado en junio de 1956. Su paso por el Ministerio de Relaciones Exteriores constituyó un récord de velocidad: todos sus antecesores habían permanecido en ese puesto, en promedio, ocho años. Chepilov duró ocho meses. El Occidente, que no ha podido entender el complejo ajedrez político del Kremlin, tuvo razones para pensar que Gromyko sólo duraría ocho días.
A las 8.33 de la mañana, con niebla y frío en la indecisa primavera de Washington, el vicepresidente de los Estados Unidos, señor Richard Nixon, se embarcó para un viaje de diecisiete días por el África. Así empezó el tercer mes, marzo, el mes de los viajes. Con los 15.000 kilómetros en tres etapas que pocos días después recorrió desde Australia hasta Nueva York, el secretario de Estado de los Estados Unidos, señor Foster Dulles, completó un recorrido aéreo equivalente a 16 veces la vuelta al mundo, desde cuando ocupa ese cargo: 380.000 en total. El presidente de los Estados Unidos, general Eisenhower, viajó esa misma semana, a bordo del acorazado Camberra, hasta la idílica posesión británica de las Bermudas, donde debía entrevistarse con el primer ministro inglés, señor Harold MacMillan, quien dio el salto del Atlántico en una noche para tratar de poner en orden algunas de las cosas que dejó pendiente su antecesor, el señor Eden.
La ministra de Israel, Golda Meir, participó en aquella carrera contra el tiempo en un viaje récord, de TelAviv a Washington, donde se proponía recordar al señor Foster Dulles la ejecución de las promesas americanas, «la garantía de que la zona de Gaza no sería ocupada de nuevo por las tropas egipcias y la seguridad de que los Estados Unidos no dejarían cerrar otra vez el estrecho de Alaska». En esta confusión de viajes, de idas y venidas alrededor del mundo, el presidente de las Filipinas, señor Magsaysay, se embarcó en un C-47, nuevo y bien mantenido, que pocas horas después del decolaje se precipitó a tierra, envuelto en llamas. Este accidente, del cual no se sabe a ciencia cierta ni siquiera si fue realmente un accidente, fue el único de un mes en que una simple falla de motores hubiera podido voltear al revés —o al derecho— la historia del mundo. Una personalidad filipina, el señor Néstor Mato, que viajaba en el mismo avión del presidente y que sobrevivió milagrosamente a la catástrofe, reveló que el siniestro había sido provocado por una violenta explosión a bordo del avión. Mientras las expediciones de rescate buscaban inútilmente el cuerpo del presidente Magsaysay y en los círculos políticos del mundo occidental se atribuía el accidente a un atentado comunista, el presidente Eisenhower, preparando sus maletas para viajar a Nassau, se quitó el saco frente a una ventana abierta y contrajo un resfriado. En el sopor de la primavera africana, el señor Nixon trituraba a esa hora, entre sus duros maxilares de escolar, semillas de plantas salvajes, como prueba de la simpatía de su país por los lustrosos y emplumados ciudadanos de Uganda.
Pedro Infante se va. Batista se queda
Esa intempestiva fiebre viajera de los políticos tenía por objeto remendar los últimos cabos sueltos de la aventura de Suez, que cuatro meses después seguía constituyendo un dolor de cabeza para los occidentales, a pesar de que ya las tropas de la ONU estaban interpuestas entre Egipto e Israel y de que los técnicos habían empezado a sacar del canal los barcos hundidos en noviembre por el general Nasser. En realidad, si el vicepresidente Nixon viajó al África, si se tomó el trabajo de comer y beber cuantas cosas extrañas le ofrecieron los monarcas primitivos del continente negro, no perdió en cambio la oportunidad de tomarse en Marruecos un té a la menta que le ofreció Mulay Hassan, el príncipe de película en tecnicolor que constituye uno de los tres puntales del mundo árabe. El señor Harold MacMillan, por su parte, trató de convencer al presidente de que no confiara por entero a la ONU los problemas del Oriente. El presidente lo oyó con mucha atención, a pesar de su resfriado y a pesar de que –por razones que el protocolo nunca pudo explicar– durante la conferencia tuvo las orejas tapadas con algodones.
Muy cerca del lugar de la entrevista, en Cuba, donde el presidente Batista empezaba a perder el sueño a causa de los problemas de orden público en la provincia de Oriente, el baile del año, la música que contaminó en menos de tres meses a la juventud de todo el mundo, desde París hasta Tokio, desde Londres hasta Buenos Aires, sufrió su primer tropiezo: el rock’n roll fue prohibido en la televisión de La Habana. «Se trataba –decía la prohibición– de un baile inmoral y degradante, cuya música está contribuyendo a la adopción de movimientos raros, que ofenden la moral y las buenas costumbres». En una curiosa coincidencia, esa misma semana, en una fiesta en Palm Beach, la actriz sueca Anita Ekberg y su marido Anthony Steel, se batieron físicamente con el escultor cubano Joseph Dovronyi, porque éste dio a conocer la escultura de una mujer completamente desnuda, para lo cual, según dijo, había tomado como modelo a la actriz sueca. En nombre de la moral y las buenas costumbres, ésta atacó a taconazos al escultor. Otra actriz sueca, Ingrid Bergman, figuró esa misma semana en la actualidad mundial, cuando le fue concedido el Oscar por su actuación en Anastasia. Ese hecho fue interpretado como una reconciliación de Ingrid Bergman con el público de los Estados Unidos, que durante ocho años la mantuvo en entredichos a causa de su matrimonio con el director italiano Roberto Rossellini.
El explorador Richard Byrd, viajero del Polo Sur, murió pocos días antes que el político francés Edouard Herriot. Francia apenas tuvo tiempo para guardar veinticuatro horas de luto, atareada como estaba con la guerra de Argelia y con los preparativos de recepción a la reina Isabel de Inglaterra.
Un joven abogado cubano, que en cierta ocasión, en México, se gastó sus últimos veinte dólares en la edición de un discurso, desembarcó en Cuba con un grupo de opositores al presidente Batista. El abogado se llama Fidel Castro y conoce la estrategia mejor que los códigos. El presidente Batista, que tiene dificultades para explicar por qué sus fuerzas armadas no han podido expulsar a Fidel Castro de la isla, pronuncia unos discursos exaltados para decir que «no hay novedad en el frente», pero el hecho es que la inquietud continuaba aún en abril. Los enemigos del gobierno aparecían por todas partes: en la Calzada de Puentes Grandes, 3.215 —La Habana—, donde el detectivismo descubrió un depósito de armas modernas a principios del mes; en el Oriente del país, donde existen serios indicios de que la población civil protege y ayuda a los hombres de Fidel Castro, así como en Miami, en Ciudad de México, en los puntos claves del revoltoso cinturón del Caribe. Pero la opinión pública de ese minúsculo y conflictivo rincón de la tierra, que no ha sido en ningún momento indiferente a los embrollos políticos, se olvidó de los problemas de Cuba para estremecerse con la muerte de Pedro Infante, el cantante mexicano, víctima de un accidente aéreo.
Del libro EL ESCÁNDALO DEL SIGLO de Gabriel García Márquez. Copyright (c) 1981, 1982, 1983, 1974-1995, 1991-1999 por Gabriel García Márquez. Reimpreso con permiso de Vintage Español, una división de Penguin Random House LLC, New York.