Vida Sana
En el 2011, Kristin Davie, una publicista de 31 años, se mudó al hogar de su familia en Colonia, Nueva Jersey, para cuidar a su madre Diane, ahora de 67 años, que tiene la enfermedad de Alzheimer de aparición temprana. Antes de eso, su hermano Scott, quien es cinco años mayor que ella, había estado viviendo con sus padres.
Después de graduarme de la universidad en el 2009, vivía y trabajaba en la ciudad de Nueva York. Mis padres vivían en Nueva Jersey y, a medida que el Alzheimer de mi madre comenzó a progresar, se hizo evidente que necesitaban ayuda; hasta habíamos tenido que quitarle las llaves. Mi hermano Scott, que es cinco años mayor, estuvo viviendo con nuestros padres desde el 2009 hasta el 2011, pero tuvo que dar un paso atrás una vez que comenzó en un trabajo nuevo y se mudó con su novia. Así que, en el verano del 2011, me mudé a casa para cuidar de mi madre, aunque esto significaba un viaje de 80 minutos de puerta a puerta, desde la casa hasta el trabajo y viceversa, dos veces al día.
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Yo iba al supermercado, llevaba a mi mamá a las citas médicas, hacía los mandados necesarios y cocinaba la cena. Mi padre siempre fue el cuidador principal; se despertaba con una versión diferente de su esposa todos los días, lo que le rompió el corazón. Yo era más bien una amiga que la llevaba de un lugar a otro. Me encargué de cuidar a mi madre los miércoles para que mi padre pudiera trabajar. Me levantaba, desayunaba con ella, la bañaba y la ayudaba a vestirse, secaba su cabello y la sentaba conmigo mientras yo trabajaba desde casa. A medida que las cosas empeoraron, no podía llevarla conmigo para ir de compras; era más fácil dejar a mi madre con mi padre y hacer los mandados sola.
En el 2013, me mudé a Hoboken, Nueva Jersey, para estar más cerca del trabajo y reducir el trayecto diario. Me mudé por mi propio bien, y luché con la culpa. Pero sabía que necesitaba estar en un lugar diferente para comenzar mi vida y mi carrera. Solía tener ataques de pánico y migrañas severas por el estrés. Mi padre me dio su aprobación y contratamos a un asistente de ayuda en el hogar. Pero la culpa me perseguía, especialmente porque su enfermedad empeoró.
Continué yendo a casa una o dos veces a la semana para ayudar a mi madre, encargarme de las citas médicas y asegurarme de que ella tuviera lo que necesitara —todo mientras trataba de estar al tanto en mi trabajo, salir con amigos y tener una vida propia—. Mi hermano y yo nos encargamos de coordinar con abogados especializados en las leyes de cuidados de adultos mayores, administrar las finanzas, atender sus necesidades de atención médica y comprar suministros para ella. Todavía era demasiado para nosotros.
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