Leslie Fumega, de 78 años, lleva una vida tranquila en la costa de Connecticut, en la misma casa prolija en la que, junto con su esposo Chris, crio a sus dos hijas y donde ambos tuvieron un negocio de venta de bebidas alcohólicas hasta que él falleció, en el 2002. Jubilada desde hace mucho tiempo y siempre austera, Fumega corta el césped de su jardín dos veces por semana y es experta en realizar tareas de bricolaje: ella misma se ocupa de los trabajos de electricidad y plomería de su casa.
Pero su vida ahorrativa y tranquila se trastocó completamente este año, a partir de una llamada telefónica perturbadora que recibió el 24 de mayo.
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Cómo empezó todo
Fumega, que no tiene computadora ni usa correo electrónico, había estado recibiendo varias llamadas de lo que parecía ser el Departamento de Policía de Norwalk, según indicaba el identificador de llamadas. No hizo caso de las primeras, pensando que serían pedidos de donaciones. Como las llamadas continuaron, finalmente respondió, con la idea de decirles que en esos momentos no podía hacer ninguna donación.
Pero la llamada fue mucho más alarmante que un pedido de donación. El hombre en el teléfono se presentó como James Walsh, jefe del Departamento de Policía de Norwalk, y le dijo que tenía muy malas noticias: Fumega había sido víctima del robo de identidad y sus cuentas financieras corrían peligro. Pero no debía preocuparse: al día siguiente podría hablar con un agente del FBI para evaluar la situación.
Walsh volvió a llamar al día siguiente y, tal como había prometido, transfirió la llamada a alguien que dijo ser un agente del FBI en Washington, llamado James Dawson. El supuesto Dawson, cuyo número tenía un código de área de Washington D.C., le dijo a Fumega que su nombre había sido usado en una serie de delitos y que su cuenta de banco corría peligro. Para proteger su dinero, debería enviarlo a un lugar seguro, donde funcionarios del Gobierno lo guardarían hasta que el problema pudiera resolverse.
Haciendo énfasis en que ella no debía contarle a nadie lo que había sucedido, la voz de Dawson era una presencia casi constante en el oído de Fumega mientras la guiaba en un esfuerzo muy estresante de varias semanas para, supuestamente, proteger los ahorros de toda su vida.
Primero, le dijo que tenía que ir a Walmart y comprar ciertos artículos: cinta adhesiva gris, plástico de burbujas, cajas de cartón y cuadernos para estudiantes. Después, tenía que retirar dinero de su cuenta en una sucursal específica de su banco (más adelante, la envió a otras sucursales).
“Me dijo: ‘Vaya al banco y dígales que desea retirar $20,000 de la cuenta del mercado monetario’. Y si me preguntaban para qué era, yo debía decirles que era para renovaciones”, recuerda Fumega.
Ella hizo lo que le pedía, con el celular en la cartera para que Dawson pudiera escuchar las transacciones. A continuación, él le dio instrucciones minuciosas para empacar el dinero. Debía poner dos o tres billetes a la vez entre las páginas de los cuadernos —esto le llevó horas—, ponerlos después en una caja y sellarla; luego, debía envolver la caja con el plástico de burbujas, seguido de más envolturas y cajas.
Después le dijo que fuera a una tienda de UPS cerca de su casa y enviara el paquete para entrega al día siguiente a una dirección en California. “Si alguien me preguntaba qué había en la caja, debía decir que eran álbumes de fotos”, dice Fumega.
Al final, repitió esencialmente este proceso —con varios días entre una transacción y otra— nueve veces en las seis semanas siguientes. En total, retiró $165,000 de diferentes sucursales del banco y las envió a distintas direcciones en California, siguiendo las instrucciones de Dawson. A veces, en los días en que retiraba dinero, Dawson pasaba más de siete horas con ella en el teléfono.
“Unas pocas veces tuve que llamar al banco la noche anterior porque no siempre tienen esa cantidad de dinero disponible”, dice. “Les decía que al día siguiente necesitaba retirar $20,000 de mi cuenta, y ellos me decían que no había problema”.
Entre estos retiros de dinero, Dawson la llamaba infaltablemente dos veces por día, a la mañana y a la tarde, para ver cómo estaba y asegurarle que su dinero estaba guardado para ella en un casillero en Ventura, California. Incluso le dio el número del casillero, y ella comenzó a recibir cartas de aspecto oficial que confirmaban el número y el hecho de que su dinero estaba seguro y se lo devolverían pronto.
Ella estaba ansiosa y abrumada, dice, pero cuando lloraba y decía: “Señor Dawson, no puedo continuar con esto”, él le decía: “No se preocupe, está haciendo lo correcto”.
“Era un hombre muy amable, odio decirlo”, agrega Fumega. “Muy cortés y respetuoso. Un hombre muy agradable”.
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