Era la camiseta perfecta: 100% algodón, escote en V y no demasiado adherente. Encontrar regalos para ella siempre fue difícil, porque solo servían los regalos “útiles”. Busqué el teléfono para llamarla. Ella era una persona práctica y no le gustaban las sorpresas, así que a mí siempre me gustaba confirmar mis instintos.
Entonces, lo sentí. En los dos segundos que pasaron entre el hallazgo de la camiseta y la búsqueda del teléfono, sentí un golpe en el estómago que me recordó que ella ya no estaba. Mi madre falleció hace 11 meses, pero el deseo de hablar, de contarle las últimas novedades y de oír su voz estaba en algo así como piloto automático. Era una conexión sólida, la luz roja en el dispositivo electrónico que indica que está conectado a la fuente de energía a pesar de estar apagado.
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Durante casi dos décadas, mis padres vivieron a cuatro horas de distancia de mi casa. Como tantos cuidadores a distancia, yo miraba el calendario y planificaba una visita mensual o, en ocasiones, dos. Cuando surgían citas médicas u otras pequeñas crisis, las tres hermanas acomodábamos nuestras semanas para estar allí; dos de nosotras tratábamos de aliviar la carga de la tercera, que vivía a solo 20 minutos. Yo era como una paloma mensajera, lista para hacer el viaje. A veces me quedaba a dormir y otras, con trabajo y niños en casa, volvía el mismo día. No llamé “cuidar” a lo que hacía; no pensaba en ello como cuidar. Yo era simplemente una hija que visitaba a sus padres, verificaba que estuvieran bien y pasaba tiempo con ellos a medida que se aproximaban al final de su vida. Pero todo aquel que es espectador directo de ese momento en que el subibaja se inclina y los roles se invierten —cuando un padre se vuelve dependiente de un hijo adulto— puede identificarse con el dolor que trae esa realidad.
El factor de soledad al final de los cuidados
A medida que la enfermedad de Alzheimer comenzó a consumir a mi padre, lo que creó más confusión y frustración, mi madre se hizo cargo de la mayor parte de su cuidado. Su propia salud mental y física se vio comprometida, y las tres hijas nos turnábamos como podíamos para ayudarla a obtener tratamiento y asegurarnos de que tomara sus medicamentos. Cuando mi padre pasó de la vida independiente a la vida asistida y de allí al hogar de ancianos para sus últimos días, mi madre se vio liberada de los aspectos difíciles de cuidar a un hombre que ya no estaba presente. Cuando él falleció, sus días y su tiempo volvieron a ser de ella, pero enfrentó una batalla contra la ansiedad y la depresión. Nosotras rechinábamos los dientes con esa batalla.
Pero perseveramos. Mi hermana menor cargó con la mayor parte de sus pedidos casi diarios, las transacciones bancarias, las citas médicas y los viajes al supermercado. Las llamadas aumentaron y también aumentaron las demandas menores, la necesidad de más Kleenex a pesar de tener cinco cajas bajo el lavabo. Mi madre se sentía sola. Y sus necesidades concretas le parecían razones legítimas para vernos. Ella no quería ser una carga, ocuparnos demasiado tiempo, incapaz como era de pronunciar las palabras “te necesito, estoy sola, ¿puedes venir?”.
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