Parte I “Hey Jude”
En el 2007, un joven llamado Colin Huggins comenzó a tocar música en las calles de Nueva York con un piano vertical destartalado que había comprado en Craigslist.
Había sido pianista acompañante del American Ballet Theatre, pero tocar y cantar canciones pop al aire libre lo había convencido del poder casi místico que la música tenía para aliviar, deleitar y curar a sus vecinos neoyorquinos. Comenzó a llevar el piano por todo el centro de la ciudad, e incluso consiguió subirlo a un andén del metro de la calle 14.
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Allí, en diciembre del 2008 mientras tocaba “Hey Jude” de los Beatles, lo filmaron con un celular y luego publicaron el video borroso en YouTube. En el transcurso de dos minutos, transformó en un lugar de alegría, camaradería y conexión el inframundo del metro de Nueva York, que puede resultar peligroso y es la definición misma de la alienación existencial donde se evita sistemáticamente el contacto visual.
Al principio, cuatro o cinco chicos de edad universitaria empezaron a cantar (“take a sad song and make it better”), y para cuando Huggins llegó al crescendo (“better, better, BETTER”), un grupo de empresarios de mediana edad con largos abrigos negros que estaban en la plataforma opuesta también se sumaron a la canción. Con la irresistible coda (“nah, nah, nah, nah, nah, nah”), todos los pasajeros que estaban en ambas plataformas —hombres y mujeres, negros y blancos, jóvenes y mayores— cantaban, aplaudían y se sonreían mutuamente. La transformación fue milagrosa.
Ese video demuestra hasta qué punto las melodías y las letras se esconden en el cerebro, listas para brotar al son de unas pocas notas: nos levantan el ánimo, nos conectan con nuestros semejantes y evocan recuerdos profundamente enterrados que tienen la misma fuerza que cualquier otra vivencia humana.
Durante más de 50 años, la especialidad médica conocida como musicoterapia ha aprovechado este extraordinario aspecto de la música para tratar enfermedades que abarcan desde la depresión hasta el dolor crónico, los trastornos del movimiento, el autismo o la enfermedad de Alzheimer. Sin embargo, no fue sino hasta hace pocos años que la comunidad científica comenzó a dilucidar el misterio acerca del modo en que algo tan efímero como una señal acústica —las simples vibraciones del aire— puede tener efectos tan profundos en organismos y cerebros dañados.
En el proceso, los expertos están adquiriendo un conocimiento más profundo sobre la importancia de la música en la vida cotidiana de cada persona y de sus asombrosos efectos en el cerebro saludable y normal. Que la música ha formado parte de las culturas humanas desde tiempos inmemoriales es un hecho constatado por las primeras reliquias musicales creadas por el hombre, que incluyen varios instrumentos de percusión y una flauta de 60,000 años de antigüedad creada con el fémur de un oso europeo ya extinto. Tampoco podemos olvidar el instrumento musical original, la voz humana, cuyas extraordinarias propiedades sonoras le han otorgado un lugar central en casi todas las formas de culto religioso, desde los cantos de los chamanes de las tribus indígenas hasta la inquietante llamada a oración del Islam, e incluso el extraordinario canto de armónicos perfeccionado por los monjes budistas del Tíbet o los himnos y salmos del judaísmo y el cristianismo. Según la historiadora de temas religiosos Karen Armstrong, “las Escrituras solían cantarse, recitarse o declamarse de una forma que las diferenciaba del habla mundana, de modo que las palabras —producto del hemisferio izquierdo del cerebro— se fundían con las emociones más indefinibles del hemisferio derecho”.
Varios estudios científicos recientes demuestran que el poder de la música sobre el ser humano no es puramente psicológico, sino que se basa en cambios fisiológicos cuantificables. Cantar en grupo una canción favorita (como “Hey Jude”) estimula la secreción cerebral de oxitocina, una hormona natural que produce las sensaciones agradables de vinculación, unidad y seguridad que nos hacen sentir ternura hacia nuestros hijos y otras personas queridas, nos infunde sentimientos de sobrecogimiento espiritual y puede aliviar el dolor crónico, las sensaciones debilitantes de la ansiedad o el aislamiento propio del autismo. Un campo de la medicina en el que el poder de la música ha sido especialmente notable es el tratamiento de las demencias, incluida la enfermedad de Alzheimer, cuyos terribles y persistentes síntomas han resistido la mayoría de los tratamientos.
Parte II "Fly Me to the Moon"
En una tarde reciente, visité la 80th Street Residence, una comunidad de vida asistida para pacientes con demencia en el Upper East Side de Manhattan. Se reunieron 17 pacientes en una sala comunitaria, y los miembros del personal los ayudaron a sentarse en sillas que miraban al frente de la sala, donde Xiyu Zhang, una musicoterapeuta de 37 años, se presentó ante el grupo. El público le devolvió la mirada, inexpresivo. (“No todos me recuerdan”, me dijo más tarde. “Me ven cada dos semanas, pero muchos no saben por qué estoy aquí”).
Comenzó a rasguear una guitarra acústica y a cantar: “Fly me to the moon / Let me play among the stars / Let me see what spring is like ...” El efecto fue inmediato. Los espectadores levantaron la cabeza y abrieron los ojos. En algunos rostros se dibujaron sonrisas. Una mujer empezó a cantar algunas frases: “on Jupiter and Mars ... in other words ... hold my hand”.
Durante los 45 minutos siguientes, Zhang avivó la tenue chispa de la atención del grupo con una serie de temas clásicos (“Blue Moon”, “Catch a Falling Star”, “You Are My Sunshine”) y logró que casi todos cantaran con ella. Entre las estrofas, hacía preguntas: “¿Quién cantaba ‘Singin’ in the Rain’?”. Una mujer de cabello blanco respondió: “¡Gene Kelly!”. “¿Cómo se llama la muchacha de ‘Wizard of Oz’?”. Una mujer de la segunda fila respondió: “Dorothy”. “¿Y su perro?”. “¡Toto!”. “¡Es increíble!”, exclamó Zhang.
También fue asombroso para personas que, antes de que comenzara la música, no habrían sido capaces de recordar los nombres de sus familiares o la carrera que habían ejercido durante 40 años, ni de poder romper el silencio replegado que la enfermedad les había impuesto.
En efecto, el aislamiento es uno de los síntomas más aterradores e inquietantes de la pérdida de memoria, tan vinculada con la enfermedad de Alzheimer y otros tipos de demencia: una pérdida de memoria que separa a la persona de sí misma. Pues, ¿qué somos en última instancia sino la suma de nuestros propios recuerdos?
Al finalizar la sesión de Zhang, mientras conducían a los pacientes de regreso a los ascensores, el ambiente se asemejaba un poco al final de una divertida fiesta. Al recuperar por el momento el sentido de sí mismos gracias a la activación de las redes neuronales mejor conservadas, los pacientes intercambiaron palabras y risas con los cuidadores y entre ellos, una transformación tan milagrosa como la de aquellas personas en el andén del metro de Nueva York. De hecho, más milagrosa.
Las raíces de la musicoterapia se remontan a las dos guerras mundiales, cuando se descubrió por casualidad que al escuchar música, los militares que sufrían traumatismos cerebrales y “fatiga de combate” (ahora llamada “trastorno por estrés postraumático”) mejoraban su estado de ánimo y sus funciones. Los hospitales de veteranos comenzaron a contratar músicos para que tocaran para los pacientes, y los médicos pronto comprobaron que la eficacia del tratamiento mejoraría si los músicos aprendieran los principios básicos de psicología, neurología y fisiología a fin de poder adaptar su interpretación a lo que el paciente necesitaba específicamente. La Universidad Estatal de Míchigan puso en marcha el primer programa de grado de musicoterapia en 1944.
Parte III “Let Me Call You Sweetheart”
Concetta Tomaino tenía 24 años en 1979 cuando obtuvo una maestría en Musicoterapia en la Universidad de Nueva York. Se convirtió en pionera en el uso de la música para tratar la demencia, y hoy, a los 69 años, es una leyenda en este campo, dedicataria del libro Musicophilia (2007) del neurólogo Oliver Sacks, expresidenta de la American Association for Music Therapy y directora ejecutiva y cofundadora del Instituto de Música y Actividad Neurológica de Wartburg, un centro para adultos mayores en Mount Vernon, Nueva York, donde la visité recientemente. Tomaino nació en el Bronx, y es una persona alegre y de voz suave, cara redonda y cabello castaño rizado, y según ella, desde niña fue una “gran fanática de las ciencias”. Sin embargo, también tocaba el acordeón y la trompeta. En la universidad, combinó su amor por la música y la ciencia cuando decidió cambiar la carrera de medicina por la de musicoterapia.
En 1978, Tomaino aún era una estudiante pasante que realizaba las 1,200 horas de trabajo clínico necesarias para su maestría cuando, en un hogar de ancianos de Brooklyn conoció a sus primeros pacientes con demencia, una población que por aquel entonces no se consideraba candidata a la musicoterapia.
Como era habitual en aquella época, los pacientes con demencia estaban muy descuidados: recibían una fuerte dosis de fármacos, tenían las manos cubiertas con manoplas para evitar que se arañaran a sí mismos, se les colocaban sondas nasogástricas para alimentarlos y se los dejaba gritar y gemir llenos de confusión y ansiedad en una planta superior del centro. “Nadie iba ahí arriba”, recuerda Tomaino. “Era un lugar realmente terrible. ¡Qué cacofonía!”. Una enfermera le dijo: “Eres muy amable por venir, pero ellos ya no tienen cerebro, así que no esperes demasiado”.
Tomaino se negó a creerlo. Levantó su acordeón y empezó a tocar los primeros acordes de “Let Me Call You Sweetheart”, una exitosa melodía publicada en 1910 que se hizo aún más popular cuando Bing Crosby la grabó dos veces, durante la Depresión y la Segunda Guerra Mundial.
Empezó a cantar: “Let me call you sweetheart / I'm in love with you ...” “El ruido cesó”, recuerda. “La gente abrió los ojos. La mitad comenzaron a cantar con ella: ‘Let me hear you whisper / That you love me too’.
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