‘Phantom Thread’: Arsénico y encaje
Un romance extraño entre un diseñador neurótico y una mesera.
DIRECTOR: Paul Thomas Anderson
GUION: Paul Thomas Anderson
ELENCO: Daniel Day-Lewis, Vicky Krieps, Lesley Manville, Sue Clark, Joan Brown, Harriet Leitch, Dinah Nicholson, Julie Duck y Amy Cunningham.
DURACIÓN: 130 minutos
Bordada a mano con la meticulosidad y el rigor de un diseñador de alta costura, Phantom Thread fue hecha para dejarnos sin aliento y lo logra… visualmente. La película es tan elegante y sofisticada como pretende ser. El problema es que siguió un patrón equivocado: en lugar de Alfred Hitchcock, debió ser Luis Buñuel la referencia. Aunque se presente como un romance gótico, Phantom Thread es en realidad una comedia macabra.
Ubicada en los años 50 en Londres, el pedantísimo diseñador de alta costura, Reynolds Woodcock (Day-Lewis), vive como lo que cree que es: un artista atormentado. El modista toma cada decisión (bajar o subir el dobladillo, o el escote), como si fuera cuestión de vida o muerte. De hecho, hay mucho de necrofilia en su conducta expresada no solo en su amargura, sino en su apego fetichista a lo inerte: telas, maniquíes, encajes, botones, etc. Su misma casa de modas parece un mausoleo: paredes blancas y fríos pisos de mármol. Su hermana, la soltera y severa Cyril (Manville), lleva el lado administrativo del negocio, y se encarga también de que el ambiente en la casa sea sepulcral para que el “genio” pueda concentrarse.
A pesar de que Thanatos y no Eros habita en esa casa, Woodcock tiene la libido para tener amantes, a las que lleva a vivir con él. Cuando la elegida en turno comienza a dar demasiadas pruebas de estar viva y no ser solamente un bello maniquí, Cyril es quien discretamente rompe la relación. En esas andan cuando Cyril le sugiere que se vaya el fin de semana a refugiar en el campo. Desayunando en una pequeña fonda, vemos a Woodcock sonreír por primera vez cuando descubre a Alma (Krieps), una joven mesera, torpe y tímida. Sin mediar explicación, ni palabra alguna, Alma también cae hechizada por el hombre que le lleva casi treinta años. Woodcock la invita a cenar y luego a su mansión en el campo. Ella con todo y su timidez, acude. Lo que se esperaría es una seducción, pero en lugar de eso, Woodcock le pide que lo deje tomarle las medidas para hacerle un vestido. Como si esto no fuera lo suficientemente extraño, la llegada de Cyril en medio de la noche debería haberla hecho salir corriendo, pero Alma no solo decide quedarse sino, acto seguido, irse a vivir al hogar/casa de modas con los dos hermanos.
Aunque supuesta ingenua provinciana, Alma espera que su nuevo rol incluya dormir con Woodcock, pero él le dice que de ninguna manera: ella tendrá su propia habitación. Hay otro toque freudiano aun más revelador: Woodcock sueña con el fantasma de su madre. Muerta hace ya varios años, no hay mujer a la que anhele más el diseñador. A Alma apenas si parece tolerarla. Cuando la muchacha da muestras de no ser solamente un maniquí, sino de estar viva (como hablar, o hacer ruido mientras come), Woodcock se enfurece. Alma es objeto de toda clase de desaires, tanto de él como de su hermana. Por admisión propia, Anderson se inspiró en Rebecca (Hitchcock, 1940) para establecer la relación de abuso psicológico al que sometían el esposo y la ama de llaves a la protagonista. Sin embargo, el argumento de Phantom Thread se da en un vacío y la sumisión de Alma no se puede justificar por un contexto histórico o social en específico. La protagonista de Rebecca era la perfecta víctima porque en los años 30 en que se ubica, ser huérfana, soltera, poco agraciada y pobre condenaba a cualquier mujer al desamparo. En ese entorno se podía explicar que aceptara agradecida las migajas de amor que le aventaba un hombre guapo y adinerado. La explicación de por qué lo aguanta Alma llegará después y está más enraizada en una mentalidad contemporánea que en la de la época en que se ubica Phantom Thread.
La dinámica en la relación entre el diseñador y la muchacha comienza a cambiar de manera imperceptible. Un día, extenuado después de presentar su nueva colección, Woodcock no se siente bien. Alma se da cuenta y le pide que la deje manejar de regreso a casa. Sorprendentemente, el fanático del control le cede el volante. Woodcock cae enfermo y Alma lo atiende como si fuera un hijo; él recibe agradecido sus tiernos cuidados. Alma, quien es la narradora, describe con deleite casi sensual ese periodo. En lugar de explicar la conducta de Alma como natural en una jovencita cegada por el amor como correspondería a las convenciones del género romántico-gótico, Anderson les da una agencia moderna a sus actos, e incluso un toque de perversión en su elección de un hombre como Woodcock. La idea es que ella no es una víctima pasiva, sino que se plegó al juego porque sus propios impulsos neuróticos embonaban con los de él.
La película falla en tanto que mientras en ella el desenlace parece natural, en Woodcock se siente forzado. Anderson parece compartir el punto ciego de la mayoría de sus personajes masculinos que no disciernen la verdadera raíz de sus neurosis. El final resulta inverosímil porque no cumple con la máxima que propone que “Siempre hay un roto para un descosido”.
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