Vida Sana
A juzgar por las noticias, se puede entender por qué hoy las mujeres se preguntan si todos los hombres casados les son infieles a sus esposas. O, al menos, todos los políticos, estrellas de cine, presidentes de empresas o atletas de cualquier importancia. Ya sea que se trate de Anthony Weiner, Eliot Spitzer, Ashton Kutcher, Tiger Woods, Arnold Schwarzenegger, el Sr. Sandra Bullock o aquel gobernador viajero de Carolina del Sur, el espectáculo de la infidelidad en las altas esferas hace pensar que los esposos estadounidenses han perdido su brújula moral y cobardemente han adoptado el lema: "Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas. De hecho, ni siquiera tiene que suceder en Las Vegas para que se quede en Las Vegas. En lo que a mí respecta, nada de lo que ocurra en cualquier lugar ocurrirá realmente. Aunque me pillen con las manos en la masa".
Todo el mundo sabe por qué los hombres son infieles... Bueno, todo el mundo cree saberlo. La teoría es más o menos así: los hombres —no todos, pero bastantes— son unos cerdos. Poco sinceros, se autoidentifican como cazadores, a diferencia de los recolectores o contadores públicos o pusilánimes, y por lo tanto se consideran a sí mismos biológicamente incapaces de permanecer monógamos.
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Una vez que se han inventado este razonamiento egoísta pseudocientífico, las demás justificaciones de la infidelidad son fáciles de elaborar. Sus esposas ya no los aman. El sexo disminuyó después de que nacieron los niños. La pasión murió. Cuando son brutalmente honestos, tal vez confiesen que han conocido a alguien más joven. O más bella. O más adinerada. O a alguien más joven, más bella y más adinerada, con quien el sexo es increíble. Lo que nos lleva al primer punto, que muchos hombres son unos cerdos.
Pero la mayoría no.
La evidencia estadística sugiere que la infidelidad no está tan generalizada entre los hombres comunes y corrientes como pareciera estarlo entre políticos, atletas profesionales, actores, magnates y otras criaturas libidinosas. Según la Encuesta Social General llevada a cabo por el National Opinion Research Center de la University of Chicago, solamente 22% de hombres ha sido alguna vez infiel a su cónyuge, y solamente uno de 20 hombres le es infiel a su esposa en el lapso de un año.
Así que si un hombre llama a su esposa para decirle que está trabajando hasta tarde, hay un 95% de probabilidad de que esté encadenado a su escritorio, y no esté a punto de salir con una jovencita muy atractiva y recién llegada al departamento de servicios creativos. (Los hombres son más propensos a la infidelidad que las mujeres, o por lo menos más propensos a admitirla. Sin embargo, según la encuesta, quizás se está cerrando la brecha entre los géneros: casi 15% de mujeres dice haber sido infiel).
Nuestro instinto natural es creer que los hombres fieles adoran a sus esposas, son dichosos en sus relaciones y jamás contemplarían ser infieles porque eso violaría su propio código moral. Se pueden construir sociedades enteras usando a estos hombres decentes como base. Estos hombres están dispuestos a esforzarse para lograr un buen matrimonio. Para ellos, el matrimonio no es una tontería ni un capricho. Si seguimos esta lógica, entonces los hombres que no son infieles son unos seres humanos de primera.
Pero, ¿lo son realmente? ¿Todos? ¿De veras?
A través de los años, he conocido a unos cuantos hombres que engañan a sus esposas y a un montón que no lo hacen. O por lo menos digamos que no creo que lo hagan. Pero, ¿será posible que estos esposos se abstengan de ser infieles no tanto porque aman a sus esposas, o ni siquiera porque lo ven como un acto inmoral, sino por otras razones menos loables? Tomemos en cuenta, solamente como hipótesis, las siguientes explicaciones del porqué algunos hombres les son fieles a sus esposas:
Hay hombres increíblemente perezosos
A los hombres les gusta echarse en el sofá, ver deportes en televisión y tomar cerveza. El romance, por el contrario, requiere mucho trabajo; hay que ducharse, afeitarse, ponerse desodorante, vestirse con algo mejor que unos pantalones deportivos, comprar flores, ir al cine, leer un libro de vez en cuando, pensar en piropos, participar en la conversación. Engañar a la esposa implica movilizarse y hacer reservaciones en restaurantes y en hoteles. Cuando un hombre lleva casado varios años, la energía que tendría que tener para una relación extramarital podría producir un golpe mortal a su sistema nervioso. Sería como pedirle al desierto del Sahara que de repente se hiciera frondoso. Es por eso que muchos hombres mayores ni piensan en engañar a sus esposas. Es demasiado agotador.
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