Sobre la vida, las madres y un tumor cerebral
No fue sino hasta que enfrenté un cáncer terminal y una deuda debilitante que entendí a fondo los méritos extraordinarios de mi madre.
Durante la mayor parte de mi vida adulta, vi a mi madre como alguien a quien debía cuidar y proteger; más que todo, protegerla de ella misma.
Generosa en exceso, desde que mi padre falleció hace 16 años, mi hermano y yo le hemos advertido, sobre todo, de prestamistas abusivos y parientes que convierten visitas de tres semanas en dolores de cabeza de tres años sin pagar renta. Ahora a los 80 años, viuda y pensionada tras una carrera de 30 años como profesora de español en las escuelas públicas del sur de Florida, mami no se ve como una víctima, sino como alguien que puede ayudar. Después de todo, trabajó duro, se ganó la vida y lo hace con orgullo desde la comodidad de su hogar; una casa de cuatro dormitorios que, ella me recuerda, es de su propiedad, por lo que puede hacer en ella lo que se le antoje. (Sus expresiones cubanas son más pintorescas, créanme).
Por otro lado, yo estaba ocupada construyendo una exitosa carrera de 25 años como ejecutiva de televisión y tenía un salario cómodo. Con la independencia resuelta de mami, no era necesario consolidar nuestras viviendas. Podíamos respetar el espacio de cada una mientras vivíamos en paz en casas vecinas. Y vivir al lado era lo suficientemente cerca.
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Entonces, e inesperadamente, la vida nos puso a prueba. En febrero del 2016, después de meses de sentir que algo andaba mal con mis habilidades motoras, equilibrio y vitalidad general, finalmente fui al médico. Una IRM reveló un tumor cerebral maligno e inoperable al lado del tálamo. Para complicar más las cosas, acababa de dejar mi trabajo en medio de cambios en el canal en donde había trabajado los últimos 10 años y estaba viviendo de la indemnización y con seguro médico limitado. Irónicamente, fue porque ya no estaba trabajando que al fin me concentré en mi salud.
Decir que nos quedamos increíblemente impactados sería un desatino total. Mi esposo, que había tenido problemas durante el matrimonio para mantener un empleo, quedó destruido e incapaz de actuar ante la realidad de mi diagnóstico. Mis niños, de 7 y 9 años en ese momento, todavía dependían de nosotros; de mí. Las cuentas médicas se acumulaban. Ahí fue, cuando sin dudarlo, mi madre tomó el mando.
Porque nos tenemos la una a la otra, todo parece más fácil, incluso el envejecimiento, el divorcio y un tumor cerebral.
Remodeló su casa con dinero que había estado ahorrando para casos de emergencia y empacó sus recuerdos para hacer espacio para nosotros hasta que pudiéramos organizarnos. Llenos de dudas sobre nuestro futuro, empacamos nuestras pertenencias, alquilamos nuestra casa y recorrimos los 50 pies de distancia a la casa de la abuela, donde nos preparamos para el impacto. De repente, mi singular madre cubana, con sus boletos de la lotería comprados cada semana, sus disparatados planes de tener propiedades frente al mar y sus ideas para nuevos negocios, era la que me cuidaba; nos cuidaba. Al reconocer la incertidumbre que en ese momento dominaba la vida de mis niños, ella les ofreció la estabilidad que tanto necesitaban, al asegurar que pudieran permanecer en su misma escuela y vecindario. Todo esto mientras lidiaba con su propio temor de perder a su hija a causa de cáncer de cerebro.
Siempre admiré a mi madre por todo lo que logró en este país como inmigrante, como mujer y como profesional. Pero no fue sino hasta que enfrenté una enfermedad terminal y una deuda debilitante que entendí sus méritos extraordinarios y valoré su travesía personal al venir a este país con mi padre, dos niños pequeños y sin red de protección. Lo que significó la pérdida de su patria para ella, se convirtió en algo intercambiable con la pérdida de la salud para mí, y de repente vi claramente lo fuerte que siempre había sido.
A los varios meses de empezar a recibir quimioterapia, encontré la fuerza para enfrentar todo lo que había puesto a un lado para después, al darme cuenta de que “después” era ahora. Comencé a valorar la fuerza de mi madre y su fe en mi capacidad de sobrevivir y sobrellevar las cosas. No es que ella me haya dado otra opción; que yo siga viva es prácticamente un ejercicio de voluntad de su parte. Adopté su actitud positiva y su convicción imperturbable de que somos capaces de todo lo que nos propongamos. De repente, me animé al darme cuenta de que debía superar el miedo y enfrentar los problemas de mi matrimonio que había ignorado por tanto tiempo, pero sabía que debía resolverlos para estar tranquila en los años que me quedaban. Y con fe y determinación firmes, mami estuvo a mi lado mientras resolvía asuntos legales muy complicados.
A la vez, también noté un cambio en ella. Parece más perspicaz mentalmente y poderosa al saber que no solo alivió nuestros problemas económicos inmediatos, sino que nos ofreció un hogar amoroso en un momento muy difícil. La televisión en español —siempre a todo volumen— ya no está siempre prendida. En su lugar, está completamente concentrada en su nuevo objetivo: mantenerme fuerte y apoyada en todos los aspectos de mi vida.
Como eterna optimista, me alienta para que nunca deje de proponerme objetivos y para atreverme a soñar en grande en el tiempo que me queda. Hace poco me hablaba sobre una idea para un preescolar que yo dirigiría, por supuesto. Esa es parte de su magia, fijarse objetivos ambiciosos y creer que a los 80 años todavía puede hacer realidad las cosas, y que a los 51 años con un tumor cerebral yo también puedo hacerlo, sin importar que no tenga interés en dirigir un preescolar.
Nos convertimos en compañeras de casa, superando los lazos tradicionales entre madre e hija para forjar unos de colaboración y apoyo. Nuestro sistema de camaradería nos da propósito a las dos, porque debemos estar saludables la una para la otra.
Porque nos tenemos la una a la otra, todo parece más fácil, incluso el envejecimiento, el divorcio y un tumor cerebral. Todavía estamos aquí, llenas de vida, llenas de amor, llenas de planes; mami me lo recuerda todos los días. Y cada dos semanas, cuando vamos a mi quimioterapia, y les llevamos boletos de lotería para raspar y mamey tropical (cultivado en el patio trasero) a los enfermeros, se sienta a mi lado enérgicamente haciendo su Sudoku y me asegura que vivirá hasta los 100 años, a mi lado.