Las lecciones de dibujo de un abuelo a su nieto se convierten en lecciones de vida
Tras dos años de tratamiento de cáncer, comenzó a florecer el talento del nieto de Lawrence Grobel.
Hace cincuenta años, me robaron a punta de cuchillo en la playa de Acra, en Ghana. En otra ocasión, en un bosque en la cima de las cataratas de Murchison, en Uganda, me fui a recostar para descansar sobre una roca que resultó ser la espalda de un hipopótamo. Y una vez, en un hotel de casas de árbol en la selva tropical del Amazonas, un mono salvaje entró en mi habitación.
Ninguno de estos encuentros me asustó tanto como ver a mi nieto, de entonces 2 años, tambalearse y sentarse en el suelo en su fiesta de cumpleaños, incapaz de volver a levantarse, mientras sus invitados corrían entusiasmados hacia el castillo inflable.
Mi hija y yo supimos al instante que algo estaba mal. Pero ¿qué? No se veía enfermo, pero sabíamos que teníamos que llevarlo al hospital.
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Pasaron meses de visitas al médico antes de que le diagnosticaran un cáncer poco común llamado histiocitosis de células de Langerhans, o HCL. Necesitaría quimioterapia para tratar la enfermedad, y eso significaba que su sistema inmunitario se vería comprometido, por lo que tendría que dejar de ir a la guardería que tanto amaba por temor a que otros niños tosieran o estornudaran cerca de él.
Mi hija prefiere que no hagamos público el verdadero nombre de su hijo, así que lo llamaré Bento. Siempre quise llamar a un niño Bento. Él nos llama Baba y Jiji a mi esposa y a mí, que significan abuela y abuelo en japonés, la lengua materna de mi esposa. Ella y yo le prometimos a Bento que estaríamos allí para sus tratamientos. Sus padres, que trabajaban, agradecían nuestro apoyo, y nosotros apreciábamos que nos permitieran participar en forma tan íntima en ese tiempo de angustia y desesperación. Así que hicimos muchos viajes entre nuestra casa en Los Ángeles y la casa de Bento, a seis horas de distancia. Dormí en un colchón en el piso de su habitación, contándole historias y sosteniendo su mano cada noche hasta que se dormía.
Cada vez que iba a recibir tratamiento tenían que sacarle sangre, y eso no le gustaba. Mi trabajo era distraerlo lo mejor que pudiera. Entonces, coloreaba con él, le leía y trataba de hacerlo reír con historias de mis encuentros con hipopótamos, monos y serpientes. Eran historias que mis hijos habían escuchado una docena de veces, pero eran nuevas para Bento y, con un oyente tan interesado, también parecían nuevas para mí.
Bento aprendió a no moverse durante las resonancias magnéticas a pesar del fuerte ruido de la máquina, por lo que no hacía falta anestesiarlo. Los médicos dijeron que nunca habían visto a un niño de 3 años que pudiera hacer eso. Fue mi hija quien le enseñó a quedarse quieto: lo hacía sentarse debajo de una mesa pequeña con los ojos cerrados y le enseñaba a respirar profundamente. Así que, mientras ella se enorgullecía de su logro, nosotros nos enorgullecíamos del de ella. La fuerza que demostró durante este calvario fue más allá de lo que yo podría haber imaginado.
Ninguno de nosotros expresaba nuestra mayor ansiedad: ¿qué pasaría si...? Pero la pregunta siempre estaba ahí. Muchas veces, yo abrazaba a mi hija y a mi yerno y les susurraba que superaríamos la difícil situación que estábamos viviendo. Mi esposa y yo estábamos allí para apoyar y absorber su enojo cuando se volvía demasiado para ellos soportar lo injusto de la situación.
Un día en el hospital, después de que le extrajeron sangre, Bento dijo algo que me hizo girar el rostro para ocultar las lágrimas. “A veces no queremos hacerlo”, dijo, “pero tenemos que hacerlo”. Era su manera de hacernos saber que había aceptado lo que le estaba sucediendo. Pero yo no podía hacerlo. Verlo tan pequeño, tan valiente, entre todos esos niños que lidiaban con algo que no podían entender, me hizo amarlo de una manera en la que no recuerdo haber amado antes a nadie. No soy un hombre de oraciones, pero a veces pensaba en renunciar a todo lo que había conseguido —todos mis libros, toda mi enseñanza— solo para que mi nieto viviera una vida normal.
Me gustaría pensar que yo le enseñaba a mi nieto, pero sabía que era él quien me enseñaba e inspiraba.
Después de dos años de agonía, a mi nieto le dijeron que finalmente estaba bajo control y no tenía que volver para recibir tratamientos. Por fin, algo de buenas noticias. Pero luego llegó la pandemia. De la noche a la mañana, se volvió demasiado peligroso para los familiares estar con sus seres queridos enfermos. Mi corazón se partía al pensar en las familias que apenas estaban iniciando el camino que nosotros habíamos recorrido.
Mi hija me preguntó si podía pasar tiempo con Bento, a distancia, una o dos horas cada día. Para mí, el pedido fue un regalo, y esperaba ansioso la oportunidad de comunicarme por Skype o Zoom con él cuando me necesitaban. Le envié blocs de dibujo y marcadores de colores, y comenzó a dibujar como la mayoría de los niños, haciendo muñecos de palitos. Pero luego vio el musical Newsies, que hizo Disney en 1992, y le ocurrió algo. Se identificó con esos chicos que vendían periódicos en la época de Hearst y Pulitzer. Aprendió las letras de todas las canciones, bailó junto con sus coreografías y comenzó a capturar sus retratos en el papel. Su crecimiento artístico aumentó varios niveles en cuestión de semanas. Ninguno de nosotros lo podía creer.
A finales del 2020, once meses después de que nos separara la pandemia, mi hija y su familia vinieron a visitarnos. Bento tenía ahora cinco años y medio y había crecido bastante. Había traído todo lo de Newsies con él: gorra, dos chalecos, tirantes, bandana roja. “¿Puedo bailar?”, preguntó; y, por supuesto, dijimos que sí. En la semana que estuvo con nosotros, Bento dibujó todos los personajes de la película, capturando expresiones y matices en una forma que nos hizo preguntarnos hasta dónde podría llegar con ese talento. Fue maravilloso.
Le mostré libros de arte y le señalé cómo, cuando envejecían los artistas, mejoraba su comprensión de los ojos y las manos. Lo tomó muy en serio y comenzó a concentrarse en los ojos y las manos. Sus dibujos mostraban una comprensión de la perspectiva y de la sombra. A la hora de acostarse, me pedía que le contara algunas de mis historias, especialmente la de esa vez que casi choqué con un hipopótamo. “Esa es una historia muy divertida”, decía. “Eres bueno al contar historias, Jiji”. Me gustaría pensar que yo le enseñaba a mi nieto, pero sabía que era él quien me enseñaba e inspiraba.
Cuando regresaron a su casa y volvimos a comunicarnos por Skype o Zoom, yo buscaba canciones de Newsies en YouTube y Bento y yo bailábamos juntos. Traté de cantar junto con él, pero nunca sabía bien la letra y él siempre me corregía. Después, yo buscaba algún dibujo del Dr. Seuss o de Maurice Sendak y ambos tratábamos de copiarlo. Mis dibujos siempre eran inferiores e infantiles; los suyos eran siempre dignos de un marco.
“Tú haces dibujitos animados”, me decía amablemente. “Pero está bien, Jiji. Yo te enseñaré”.
Lawrence Grobel, de 74 años, es autor de 29 libros, entre ellos la reciente colección de cuentos cortos Schemers, Dreamers, Cheaters, Believers.