Vida Sana
En 1967, Felicitas Obregón se mudó junto con su marido, Jesse, y su hijo Álvaro, de un año, a un apartamento en el vecindario de Pilsen, en Chicago, para comenzar allí su nueva vida. Tres años después, ante la muerte de Jesse, Felicitas se vio obligada a proveer el sustento de su hijo y a criarlo sola.
Más de medio siglo después, Felicitas, de 90 años, todavía vive en el mismo edificio de tres pisos y tres apartamentos, una estructura de ladrillos rojos con un gran patio delantero. Sin embargo, ya no alquila, sino que es la propietaria de todo el edificio.
Su historia es un caso inspirador de trabajo duro, ahorro y determinación. Pero no estaría completa ni sería precisa si no incluyera un capítulo extrañamente inspirador sobre algo mucho más impersonal: los impuestos sobre la propiedad.
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Las exenciones a los impuestos sobre la propiedad (en inglés), disponibles en la mayoría de los estados para personas de 65 años o más, le han permitido a Obregón conservar su casa mucho tiempo después de jubilarse. Su experiencia, a su vez, inspiró a Álvaro, quien ahora tiene 55 años, a ayudar a que otros miembros de su comunidad redujeran sus impuestos a la propiedad, e incluso a que utilizaran un proceso disponible para prácticamente todos los propietarios de vivienda en el país: el cuestionamiento del valor de tasación de su vivienda.
La mayoría de los contribuyentes pueden tener una posibilidad real de reducir los impuestos sobre la propiedad, algo que raramente sucede con otros gravámenes gubernamentales. Los esfuerzos de Felicitas y Álvaro son una lección para los adultos mayores que son dueños de una vivienda —o planean serlo— sobre el poder que tienen para controlar su impuesto sobre la propiedad.
El camino a ser dueño de tu casa
Como madre soltera, Felicitas tuvo varios trabajos en una fábrica de artículos de cuero. Además de mantenerse a ella y a Álvaro, y de enviarle dinero a su familia en México, ahorraba efectivo con la esperanza de comprar una casa. “Quería tener mi propia casa, grande o pequeña”, dice. “Era viuda y no quería estar mudándome de un sitio para otro”. Cuando, luego de 19 años de trabajar en la fábrica de cuero, su empleador le pidió que aceptara una reducción de salario, ella renunció. Durante los 20 años siguientes —hasta que se jubiló a la edad de 72— viajó en autobús una hora de ida y una de vuelta a su trabajo en una imprenta donde inspeccionaba las tarjetas con muestras de colores de pinturas. “Mi mamá tenía una vista de lince”, dice Álvaro. “Podía detectar toda clase de defectos pequeños”.
En 1997, cuando Felicitas tenía 65 años, su sueño de tener casa propia se hizo realidad. Su tío, a quien le había estado alquilando el apartamento, le vendió el edificio de tres unidades. “Cuando lo miro, veo su trabajo de toda una vida”, dice su hijo. “Este edificio significa tanto para ella porque es el sitio al que nos trajo mi padre, y fue el primer hogar verdadero de nuestra familia”.
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