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Gabriel García Márquez: In Memoriam

Además de ser acaso nuestro mejor escritor latinoamericano, era también un gran conversador.


spinner image Gabriel García Márquez, Carlos Verdecia y Mercedes Barcha en la casa de Gabo.
Gabriel García Márquez (izquierda) junto al autor de este artículo Carlos Verdecia (centro). A la derecha, Mercedes Barcha, la esposa del desaparecido escritor colombiano.
Cortesía de Carlos Verdecia

Ya había leído sus libros: todo ese deslumbrante torrente literario que acertaba a encontrar la palabra exacta para cada idea mágica nacida de una imaginación infinita. Después tuve el privilegio de conocer al hombre detrás de aquella prosa exuberante que, aunque acaba de apagarse, constituye un inextinguible legado que el mundo atesorará hasta el fin de los tiempos. 

Conocí personalmente a Gabriel García Márquez hace casi 20 años, cuando yo dirigía la versión en español para Latinoamérica del entonces prestigioso semanario Newsweek. Fue mi querido colega José Font Castro, periodista y escritor colombiano que reside en España, quien propició nuestro encuentro. Venía Font a Miami en esos días para seguir rumbo a México, donde, según él, vivía el más ilustre lector que tenía mi revista. Se refería a García Márquez, el famoso ‘Gabo’.

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“Vente conmigo a México”, me dijo Pepe. “El nos está esperando”.

Nos dimos cita en el Hotel Camino Real Pedregal temprano en la mañana. Allí estaba el autor de “Cien años de soledad”, en el lobby. La conversación duró mucho más que los huevos rancheros y deliciosos panecillos que los tres devoramos en el desayuno del hotel. En esas dos horas, la amistad “súbita”, como la definió el propio Gabo en la dedicatoria de uno de sus libros ese día, había comenzado a fraguarse. Para mi gran sorpresa, había encontrado a un hombre con los pies en la tierra y excepcionalmente modesto dada la magnitud y la trascendencia de su incomparable obra literaria.

Nos invitó a su casa, no lejos del hotel, y allí conocí a su esposa Mercedes, una perfecta y encantadora otra mitad para un hombre de su estatura y genio. En su elegante sala de paredes llenas de buen arte, nos mostraron a Pepe y a mí lo que ellos llaman el “nietario”, una mesa llena de fotos enmarcadas de sus nietos.

Nos sentamos los cuatro y la conversación duró todo el día y parte de la noche, interrumpida solamente porque Gabo y Mercedes tenían un compromiso para cenar. Hablamos de literatura, periodismo y de todos los temas bajo el sol, incluyendo desde luego el de Cuba. Me contó sus experiencias con Fidel Castro y los cubanos, y yo le conté las mías. Para ninguno fue sorpresa el contraste entre ambas vivencias.

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Gabo sentía una extraordinaria curiosidad por conocer los detalles de mi odisea de 13 años de ostracismo por mi decisión de salir de Cuba. Le conté la larga historia de trabajo forzado y de la violación de casi todos mis derechos. Incluso compartí la manera absurda en que se resolvió mi salida, algo que formará parte de unas memorias que ando garabateando en estos días. Mucho después, en otra visita, me contó que había compartido la historia de mi salida con varios amigos, incluyendo algunos en La Habana que habían tenido una curiosa reacción. 

Poco después de aquel primer encuentro, el diario mexicano Novedades (que ya no existe) me contrató como consultor para que les ayudara a mejorar su operación noticiosa y su contenido. Mi tarea era viajar a México una vez al mes y pasarme una semana en la sala de redacción de su periódico.

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Esto me dio la oportunidad de visitar a Gabo y Mercedes en cada uno de mis viajes. Nos citábamos en una librería cerca de su hogar y su chofer nos llevaba en su SUV a almorzar a la casa. Tenía su estudio separado de la casa principal y allí, rodeado de libros, continuábamos nuestro diálogo. Se mantenía bien, jugaba tenis todas las mañanas y se levantaba de madrugada para leer. Mantenía igualmente un horario disciplinado para escribir. 

Una vez noté un ejemplar de “El amor en los tiempos del cólera” que descansaba sobre una mesita. “A los americanos les encanta esa novela tuya”, le dije medio asombrado de que la prefirieran a la de “Cien años de soledad”. Y asombrado él por mi asombro me respondió: “Es que ése es mi mejor libro”.

A pesar de la excelencia de su obra de ficción, el orgullo mayor de Gabo era el periodismo. “Quiero que me recuerden como reportero”, me dijo un día. Y era verdad que lo apasionaba nuestra profesión, la cual había ejercido con acertadas primicias en sus años mozos. De ahí que creara la “Fundación Gabriel García Márquez para el nuevo periodismo iberoamericano”, cuyo centro ha formado a toda una nueva generación de periodistas, latinoamericanos en su mayoría. 

Mi consultoría con Novedades duró un año y terminaron mis viajes mensuales a Ciudad de México. Pero hubo otros viajes, aunque más esporádicos. Y la última vez que lo vi fue hace pocos años en Cartagena, Colombia, donde coincidimos en una reunión de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP).

Muchos no extrañarán a nuestro escritor más dotado en la lengua de Cervantes porque había dejado de escribir hace algunos años. Pero su obra de magias y milagros perdurará a través de los años como lo más preciado de la literatura latinoamericana. Yo personalmente extrañaré además su elocuente y animada conversación.

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