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Fátima: un camino de fe y esperanza

En el centenario de las apariciones en Fátima, una creyente comparte su deuda de gratitud con Nuestra Señora.


spinner image Lidia Jesus da Rocha Queirós
Lidia Jesus da Rocha Queirós, 71, en su casa en Espinho, Portugal, en abril de 2017. Photo Credit: Naciulinda Queirós.
Cortesía Lidia Jesus da Rocha Queirós

Mi primer peregrinaje a Fátima comenzó el 8 de mayo de 1968, cuando tenía 22 años. Con gran expectativa por la caminata de tres días que nos esperaba, mi abuela y yo salimos de nuestra aldea de Gafanha da Boa Hora, al norte de Portugal. El día se hizo noche, y nosotras continuamos nuestro andar a lo largo de la costa, pasando por pueblos y aldeas, uniéndonos a otros peregrinos en el camino y descansando de a ratos en el campo antes de volver a continuar.

spinner image Postal del Santuario de Nuestra Señora de Fátima
Parte frontal de la tarjeta postal enviada de Fátima por Lidia Jesus da Rocha Queirós a su esposo, José Marques Queirós, en 1968.
Cortesía Lidia Jesus da Rocha Queirós

Esa primera vez, al igual que todas las otras veces que siguieron, yo llevaba una lista con los nombres de todos los miembros de mi familia. Era una forma de llevarlos conmigo y pedirle a Nossa Senhora que los protegiera. A medida que caminábamos, mi pensamiento se enfocaba cada vez más en mi hermana mayor, Lete. Al igual que muchos en esa época tumultuosa, ella se había ido de Portugal a Venezuela y estaba viviendo allí con su esposo. Había pasado más de un año desde que la había visto y la extrañaba terriblemente.

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spinner image Texto escrito en el reverso de una postal del Santuario de Nuestra Señora de Fátima
Tarjeta postal enviada de Fátima por Lidia Jesus da Rocha Queirós a su esposo, José Marques Queirós, en 1968.
Cortesía Lidia Jesus da Rocha Queirós

A medida que pasaban los días y las noches, mis pies hinchados se llenaron de ampollas, con el largo de las horas sentía mi cuerpo cada vez más pesado, pero mi fe me impulsaba a seguir. Se supone que el peregrinaje es un sacrificio, pero yo sentía que Nuestra Señora me daba fortaleza y confort, caminando a nuestro lado mientras nos acercábamos al santuario. Y entonces, justo cuando piensas que nunca llegarás, aparecen los carteles de la ruta que dicen “Fátima”.

spinner image Un camino de fe y esperanza - Dos mujeres visitan el Santuario de Nuestra Señora de Fátima
Lidia Jesus da Rocha Queirós y su prima, Armanda Lucas, llegan al santuario en Fátima, después de tres días de peregrinaje.
Cortesía Lidia Jesus da Rocha Queirós

Llegamos a Fátima el 11 de mayo, dos días antes del aniversario de la primera aparición de la Virgen María allí el 13 de mayo de 1917.

Recuerdo perfectamente contemplar el espacioso santuario, ver a otros peregrinos arrastrándose de rodillas, y sentir que el suelo bajo mis pies era sagrado. Cuando entré al santuario la pesadez de mi cuerpo desapareció, sentí que mis pies y mi alma eran livianos como una pluma. Es difícil de explicar a menos que lo hayas vivido, pero visitar Fátima no es solo ir hasta allá, echar una mirada rápida y volver el mismo día. Tienes que estar ahí con tu fe y arrodillarte a los pies de Nuestra Señora y rezar el rosario, reflexionar, dar gracias y sentir su presencia.

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Durante las dos noches que dormimos al aire libre bajo las estrellas y los árboles de Fátima, recé con una fe inquebrantable. Le pedí a Nuestra Señora que me acercara a mi hermana. Éramos pobres y yo no tenía dinero para viajar, pero recé. Encendí una vela y la miré flamear por un rato antes de colocarla junto a las otras. Las noches de Fátima son tranquilas. Los peregrinos rezan y cantan durante toda la noche y entonces, cuando llega el día 13, hay una procesión de velas. Ver el mar de miles de velas que llenan el santuario cuando se pone el sol es algo que no se olvida nunca. Al día siguiente, agitamos nuestros pañuelos blancos como despidiéndonos de Nuestra Señora pero, en realidad, dejábamos Fátima alivianadas, con menos peso del que habíamos traído, y llevábamos a Nuestra Señora a casa con nosotras.

Durante las dos noches que dormimos al aire libre bajo las estrellas y los árboles de Fátima, recé con una fe inquebrantable. Le pedí a Nuestra Señora que me acercara a mi hermana. Éramos pobres y yo no tenía dinero para viajar, pero recé. Encendí una vela y la miré flamear por un rato antes de colocarla junto a las otras. Las noches de Fátima son tranquilas. Los peregrinos rezan y cantan durante toda la noche y entonces, cuando llega el día 13, hay una procesión de velas. Ver el mar de miles de velas que llenan el santuario cuando se pone el sol es algo que no se olvida nunca. Al día siguiente, agitamos nuestros pañuelos blancos como despidiéndonos de Nuestra Señora pero, en realidad, dejábamos Fátima alivianadas, con menos peso del que habíamos traído, y llevábamos a Nuestra Señora a casa con nosotras.

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Esa primera vez, también regresé a casa con la imagen de mi hermana aún fuertemente arraigada en mi mente y en mi corazón. Lo que yo no sabía era que Lete había llevado una foto mía a Venezuela y la foto había llamado la atención de un amigo de su esposo. Le pidió mi dirección para escribirme. ¡Qué emocionante fue recibir su carta! Le contesté inmediatamente. Durante los meses siguientes nos cortejamos por correo. Al final, llegó el día en que me preguntó si me quería casar con él. Nos casamos 10 meses después de la primera carta, sin habernos conocido personalmente. Me mudé a Venezuela para estar con él y cerca de mi hermana de nuevo.

Esa es la primera vez que recuerdo que Nuestra Señora atendió mis oraciones. Yo era tan joven entonces y no tenía idea de cuántas veces volvería a recurrir a Nuestra Señora durante mi vida.

En 1980, viviendo en Newark, Nueva Jersey, con nuestros dos hijos, mi esposo Zé estaba trabajando como especialista en carrocerías de autos. Un día, mientras estaba debajo de un auto, no se dio cuenta de que el auto estaba perdiendo combustible lentamente y que el combustible se iba acumulando alrededor de él. De repente, cayó una gota sobre un bombillo de luz que estaba cerca y este explotó. Su ropa se prendió fuego y él corrió hasta la calle pidiendo ayuda a gritos. Las quemaduras le cubrieron el 90% del cuerpo. Muy pocos esperaban que sobreviviera.

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Yo le recé y le recé a Nuestra Señora. Prometí que si le permitía vivir, haría el peregrinaje a Fátima todos los años y me arrodillaría a sus pies mientras mi cuerpo me lo permitiera. Le prometí consumir solo pan y agua mientras caminara. Recé y pedí que, aunque fuera en una silla de ruedas para siempre, le permitiera quedarse aquí, para nuestros hijos. Recé el rosario todos los días y todas las noches en el hospital. Zé sobrevivió y, poco a poco, comenzó a recuperarse y aprendió a caminar de nuevo. Fue un milagro. La recuperación llevó años, pero Nuestra Señora respondió a mis plegarias y yo sentí una inmensa gratitud. Comencé mis visitas anuales a Fátima en 1985.

Cada mayo a partir de entonces, por 28 años, acompañé al mismo grupo de peregrinos. Incluso cuando algunos murieron, se sumaron sus hijos y nietos. Mi último peregrinaje fue en el 2013, y fue difícil a causa de mi osteoporosis y mis problemas de espalda. Sentí que estaba demorando al grupo. Esa última vez, al igual que la primera tantos años atrás, llevé una lista con todos los nombres de mi familia.

Mientras rezaba en el santuario, reflexioné sobre las otras veces que Nuestra Señora me había bendecido: cuando le pedí que protegiera a mi hijo y lo trajera de vuelta sano y salvo de Paquistán y Afganistán en tiempos turbulentos. Cuando mi nieto nació con un problema en los ojos. Cuando le pedí la fortaleza para cuidar a mis padres.

Aprendí de mi abuela que no es suficiente pedir, hay que agradecerle todas las bendiciones y rezar el rosario todos los días. Después de todo, esa es nuestra manera de comunicarnos con ella.

Por motivos de salud no puedo ir este año para celebrar el centenario, pero mi plan es hacer el peregrinaje al menos una vez más. Estoy esperando que Nuestra Señora responda a una de mis plegarias. Sé que lo hará. Tengo fe en que lo hará. Ella nunca me ha fallado.

Nota de la redacción: Lidia Jesus da Rocha Queirós, 71, vive en Espinho, Portugal. Esta es su historia tal como se la contara a su sobrino y redactor de AARP, Carlos J. Queirós.

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