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Una abuela que todos añoramos

Recuerdos y lecciones de vida de una mujer muy sabia.


spinner image Abuela observa su torta de cumpleaños.
La abuela Vicenta en su celebración de los 101 años de edad.
Cortesía de Lorraine C. Ladish

Un 13 de julio perdí a la mujer que me crió. Sería fácil suponer que hablo de mi madre, pero no es así. Quien falleció fue mi abuela, la madre de mi padre. Ella tenía solo 46 años cuando nací, y 51 cuando mi padre, mi hermana y yo aparecimos inesperadamente en la puerta de su casa tras la separación de mis padres. Nosotros vivíamos en Estados Unidos y ella en España. No era tan fácil hacer una llamada internacional, e internet aun no existía.

Recuerdo como si fuera ayer el momento en que mi abuelita Vicenta abrió la puerta de su casa en Madrid. Para ella fue una sorpresa encontrarnos del otro lado, y exclamó: “Ay, mis niñas, mis niñas”, una y otra vez, apretando las manos contra su pecho, mientras lloraba de alegría. Mi padre, que entonces tenía solo 28 años, también lloraba, pero porque había perdido su matrimonio.

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Mi hermana y yo teníamos 2 y 4 años, respectivamente, y no sabíamos bien qué pasaba ni por qué, de pronto, estábamos en otro país. Aun menos comprendíamos por qué lloraba la abuelita. Mi abuela se convirtió, a partir de aquel día, en la mujer que hizo todo por nosotras. Nos ayudaba con la tarea, cuando apenas sabía leer y escribir, y a vestirnos para ir a la escuela. Cocinaba para nosotras y nos llevaba al médico cuando hacía falta.

Sobrevivió a la Guerra Civil Española y a la pérdida de toda su familia: sus tres hermanos y su padre cuando aún era una niña, y años después, ya embarazada de mi padre, perdió a su madre. A pesar de todas esas pérdidas, mi abuelita hacía todo con alegría y cantando: limpiar la casa, tender la ropa. Cantaba a toda voz canciones de Machín, Carlos Gardel y otros contemporáneos. Sabía las letras completas. Hoy, escuchar esas canciones me reconforta.

Gracias a ella, sé coser, remendar, hacer ganchillo y tejer. Mientras me sentaba a su lado a tejer, me contaba historias de la familia. Las contaba con tanto detalle y con tal viveza, que hoy día tengo la impresión de que sus historias son recuerdos míos. Es como si yo hubiera estado ahí con ella cuando murió su hermano Carmelo y ella, una niña, intentaba abrirle los ojos para resucitarlo. Me parece que fui yo la que salió a la calle después de un bombardeo, para descubrir que ya no estaban las casas de mis amigos, y tampoco ellos.

Mi hermana y yo fuimos niñas traviesas, pero a lo largo de sus 101 años de vida, siempre perdonó errores y desaires, y siempre pude contar con ella para todo. En 2009, cuando perdí mi matrimonio, mi fuente de ingresos y mis ahorros, vendí las joyas que me había regalado para poder pagar el alquiler. Le pedí permiso antes de venderlas, y me dijo que si era por mis hijas, de 4 y 7 años, que lo vendiera todo. 

spinner image Foto antigua de una mujer que sonríe mientras está sentada.
La abuela Vicenta en su juventud.
Cortesía de Lorraine C. Ladish
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La noche del 12 de julio de este año, al no poder estar físicamente junto a mi abuelita —que estaba en cuidados paliativos en un hospital de Madrid—, quise tener algo suyo para recordarla. Me quedaba de ella un anillo, y di gracias por no haberlo vendido aquel año tan difícil. Tres horas más tarde, la mujer más importante de mi vida, exhalaba su último aliento.

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Si tuviera que resumir las lecciones que aprendí de mi abuelita, que además mantuvo plenas facultades mentales hasta un par de días antes de fallecer, serían estas tres:

  • Es posible sobrevivir todo tipo de dificultades en la vida y seguir adelante con ganas y buen humor. Ella podía haber puesto todo tipo de excusas para tirar la toalla y, sin embargo, cuidó muy bien de mi hermana y de mí y, después, de mis otros dos hermanos, fruto del segundo matrimonio de mi padre.
  • El mejor regalo que le podemos dar a un hijo o a un nieto es nuestro tiempo y atención. Sé muchísimo sobre mis antepasados gracias a mi abuelita, y las manualidades que me enseñó las he procurado pasar a mis hijas. Mi hija menor, de 14 años, remienda sus pantalones y los de su hermana. Su dedicación llenó el  vacío que pudiera haber dejado la falta de una madre biológica en mi vida.
  • El amor de una abuela puede subsanar cualquier falta de amor en un niño. Creo que los abuelos tienen más paciencia con los nietos que con sus propios hijos, y mi abuela siempre nos demostró amor y apoyo incondicional. Nunca dejó de hablarnos por un enfado y siempre buscaba la manera de apoyar a todos sus nietos, incluso a espaldas de mi padre.

Como alguien nos dijo a mi hermana Laura y a mí: “Al compartir durante años con tanto cariño la historia de vuestra abuela, se convirtió en la abuelita que todos añorábamos tener”.

Con lágrimas en los ojos, pero con el corazón tranquilo, deseo que descanses en paz, abuelita.

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