Vida Sana
El comentario de una amiga me hizo soñar con todos los vehículos que nunca tendré, como ese Porsche clásico verde o un Jeepster amarillo de época.
Y entonces, ¡ay! Me di cuenta de que el próximo que tenga será mi "último" automóvil, y que mi auto es ahora la medida más tangible de mi esperanza de vida. Hay otras cosas que son también las últimas de su tipo, por supuesto. Estoy casi segura de que ya estoy en posesión de mi última aspiradora, mi último perro y mi último par de jeans ajustados. Sin embargo, es el automóvil, un símbolo visceral de independencia, que proclama tan claramente la naturaleza finita del tiempo.
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Esto sucede después de casi 60 años de conducir, durante los cuales he tenido al menos nueve automóviles y he compartido varios otros. Mi primer auto fue un convertible Chevy II cuyo motor implosionó después de dos meses. Tuve un Volvo de color naranja brillante, que compré con descuento precisamente porque era un Volvo de color naranja brillante. Hubo un estruendoso Toyota Land Cruiser de cuatro velocidades que se averiaba cada vez que íbamos a acampar, y una sucesión de vehículos Subaru que siempre estaban pegajosos y llenos de Cheerios, pasas y pelo de perros. “No manejas un automóvil”, dijo mi esposo una vez. “Es una cafetería”.
He conducido con toda probabilidad más de un millón de millas, incluidos dos viajes por el país y otro por Canadá. Conduje a través de Marruecos en un Land Rover al que le funcionaban solo dos cambios. Circunnavegué Nueva Escocia y sobreviví una semana de conducir por el lado izquierdo de la carretera en Nueva Zelanda con un adolescente que no cesaba de darme instrucciones. He conducido miles de millas al fútbol, las clases de baile, las fiestas de pijamas y los dormitorios con niños que reían, discutían, gritaban, estaban de mal humor, lloraban o vomitaban. He enseñado a tres chicos a conducir, incluso en un auto de cambio estándar; solo eso debería bastarme para ir al cielo. Mis pasajeros han incluido al menos a una docena de perros, que también a veces vomitaban... o algo peor.
He tenido mi licencia de conducir más tiempo que cualquier otra cosa que poseo, con la posible excepción de un suéter que, si he de encarar la realidad, nunca volveré a ponerme. Muchos de mis recuerdos se originaron en automóviles, algunos felices, otros agridulces: jugar el juego del alfabeto en los viajes familiares; perdernos en las carreteras secundarias de Maine; apresurarnos a llegar al hospital cuando estaba por dar a luz; llevar a mi padre a ver a su esposa moribunda. A diferencia del resto de la vida, el automóvil siempre vino con una banda sonora, como esa noche de verano en Los Ángeles con un chico, un Corvette y Herb Alpert & The Tijuana Brass.
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