Vida Sana
Un aneurisma cerebral y un derrame cerebral masivo no consiguieron frenar a Arline Chesley, quien sufrió ambos hace más de 21 años. Aunque los médicos le dieron un máximo de cinco años de vida, ella continuó pese a sus limitaciones.
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Luego, el pasado mes de abril, contrajo COVID-19 en su hogar de ancianos, Sagepoint Senior Living Services, en Maryland. Falleció el 6 de mayo a los 78 años, después de pasar 17 días conectada a un respirador artificial.
“Eso es lo que hace que sea tan devastador”, dice el más joven de sus dos hijos, Patrick Chesley, de 56 años. “Sobrevivió todo lo que le sucedió y entonces llega el coronavirus y le roba la vida”. Nueve meses más tarde, aún le resulta difícil aceptar su muerte y lamenta no haber podido darle el funeral que se merecía. La gran injusticia de la situación continúa causándole indignación; entre tanto, los casos de COVID-19 siguen aumentando y las personas que niegan lo que sucede continúan protestando. “No hay un solo día en que no me enfrente a esto”, dice, “a menos que me quede en mi casa y apague el teléfono y el televisor”.
Desde una temprana edad él reconoció la fortaleza de su madre. Explica que tenía solo dos años cuando su madre abandonó un matrimonio abusivo para criar a sus hijos por su cuenta. Recuerda los años en que vivieron en una sola habitación en un edificio en mal estado, que describió como “una vieja casucha”. No tenían agua corriente y solo disponían de una hornilla y un refrigerador pequeño a modo de cocina. Pero su madre encontraba alegría incluso en los momentos difíciles y enseñó a sus hijos a apreciar lo que tenían. Esa experiencia los hizo más fuertes, dice Chesley.
Su madre tenía una licencia de cosmetología, manejaba un salón de belleza y cortaba y peinaba el cabello de familias —en algunos casos hasta cuatro generaciones de una misma familia— en todo el condado de Charles, en Maryland. En un momento, incluso peinó el cabello de los difuntos en una funeraria local. Más tarde, trabajó como maestra asistente para alumnos de secundaria con necesidades especiales y era muy querida por toda la comunidad. La familia de tres personas se trasladó de un lugar a otro del condado durante años, hasta que finalmente ella compró su propia vivienda. Se sentía orgullosa de su jardín y de sus flores, y de cocinar en una cocina de verdad. Le encantaba la música, especialmente Diana Ross and the Supremes, y también bailar.
El derrame cerebral y el aneurisma cerebral la dejaron paralizada en el lado derecho del cuerpo y confinada a una silla de ruedas. Podía decir palabras muy simples o recitar información grabada en su memoria, incluido el alfabeto y el Padre Nuestro, pero perdió la capacidad de sostener una conversación. Lo que no perdió fue su dedicación a cuidar de los demás.
“Estaba siempre dispuesta a ayudar a todo el que lo necesitara”, dice Chesley.
Se aseguraba de visitar a sus amigos y vecinos cada día en el hogar de ancianos donde vivió durante dos décadas, los últimos 14 años bajo propiedad de Sagepoint. Visitaba sus habitaciones en su silla de ruedas para comprobar cómo estaban y si necesitaban algo, y si no le gustaba lo que veía se acercaba a la unidad de enfermería para buscar ayuda. Eso terminó cuando llegó la COVID y devastó el centro sin fines de lucro de 170 camas.
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