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Lecciones del cuidado a un papá independiente

Cómo cuidar a distancia sin olvidar el lado humano.


spinner image imagen de un hombre mayor, con sombrero y abrigo.
Enrique Lechner (foto) vive en Argentina y su hijo, Ernesto, en Estados Unidos.
Cortesía Ernesto Lechner

Siempre supe que mi padre era un hombre tan brillante como excéntrico. Nació en Praga, República Checa, en 1928, y como era mitad judío calificaba para el exterminio nazi. Su familia emigró a Argentina un mes antes de que cerraran la frontera de, en ese entonces, Checoslovaquia. De adulto trabajó para las grandes petroleras, pionero de los modelos matemáticos utilizados en la administración de la gasolina. Se jubiló temprano para dedicarse a sus intereses: leer sobre la actualidad y cultivar una obsesión laberíntica por la música clásica.

Desde que me mudé a Estados Unidos a los 20 años, recuerdo a mi padre disfrutando la tercera edad con absoluta plenitud. Cenaba solo a la medianoche en uno de sus restaurantes favoritos y volvía caminando del cine de trasnoche a las 3 de la mañana. Los fines de semana los pasaba en la casa de su novia y actual pareja, una relación que le aportaba contención emocional por ser un hombre de naturaleza solitaria. Varias veces expresé mi preocupación sobre el alocado ritmo de este jovenzuelo que, cobijado por su intensa hipocondría, llegó a los 89 sin demasiados contratiempos.

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spinner image Grupo de personas celebran los 90 años del padre de Ernesto Lechner.
Enrique Lechner festeja sus 90 años en compañía de parientes y amigos.
Cortesía Analía Maselis

Pero el inexorable paso del tiempo hizo de las suyas y este año comenzaron los problemas. Una noche de abril, mi padre sintió dolor en el pecho y se trasladó a una clínica en taxi. Un examen reveló que las tres arterias principales de su corazón estaban completamente bloqueadas. Durante la angioplastia inicial tuvo un infarto y estuvo muerto durante cinco minutos mientras los cirujanos luchaban por revivirlo. Despertó en la clínica sufriendo alucinaciones, imaginándose preso en un campo de concentración nazi. Le habían colocado siete stents para facilitar el flujo de la sangre a su corazón.

A los pocos días regresó a su departamento para continuar con su recuperación. Más allá del alivio que sentí al principio (inicialmente su prognosis de salir con vida era de 20%), comenzó un problema que no parecía nada fácil de resolver.

¿Cómo hacer para cuidar a mi papá de la mejor manera posible, pero a larga distancia? Mientras que mi trabajo como periodista independiente me da la posibilidad de visitarlo con frecuencia, mi familia vive en Los Ángeles, y dejar Estados Unidos es una idea imposible.

El primer paso fue armar un equipo de trabajo. Llegué a Buenos Aires unas pocas semanas luego del incidente, y respiré tranquilo al ver que no me encontraba solo en esta empresa. Lejos de abandonarlo en tiempo de crisis, la pareja de mi padre estaba completamente involucrada en los detalles de su cuidado. Y mi sobrina Vanessa estaba ansiosa por contribuir con tiempo y dinero, habiendo establecido una relación entrañable con su abuelo.

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Formar un grupo de apoyo con la familia

Repartirse gastos y tareas con otras dos personas fue un proceso grato. Rápidamente establecimos un grupo a través de WhatsApp para intercambiar ideas. La pareja de mi padre se convirtió en tesorera, adelantando fondos y administrando la cuota mensual que empezamos a depositar mi sobrina y yo regularmente. Siguiendo el ejemplo de los tres mosqueteros, decidimos que, independientemente de nuestras respectivas situaciones financieras, dividiríamos los gastos en partes exactas.

El sistema que implementamos era simple. Un plantel de cuidadoras con turnos de 12 horas cada una. Me sorprendió lo dedicadas que eran estas señoras, encargadas de servirle las comidas y cuidar a un paciente que, por momentos, podía ser bastante cascarrabias. También se ocuparon de acompañarlo a las constantes citas con médicos y especialistas. Mi padre, terco cancerbero de su propia salud, insistió en ser él quien recordara las instrucciones de los médicos y administrara sus medicamentos. “Lo he hecho durante toda la vida”, fue su respuesta cuando le cuestioné su insistencia en controlar este aspecto de su vida. “¿Por qué cambiaría ahora?”.

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La idea de manejar el presupuesto

La estructura inicial no significó un serio sacrificio económico, ni siquiera para mi papá, quien gastó parte de sus ahorros ayudando con algunos costos. Pero a las pocas semanas mejoró notablemente y sólo necesitó la presencia de las cuidadoras durante 10 horas por día. El presupuesto bajó y los tres mosqueteros nos acomodamos a una rutina mensual.

El lado humano de cuidar de un adulto mayor

Fue entonces que mi padre exigió una reunión en conjunto con su pareja antes de que yo regresara a Estados Unidos. Cuando empezamos a hablar, su rostro se veía rígido y preocupado. Nos dijo que estaba agradecido por los cuidados materiales, pero que estaba preocupado por el aspecto humano de estas transacciones.

“A veces me siento como un objeto”, dijo con su preciso uso del español, matizado con un acento checo. “Me tratan como un problema que hay que resolver. Pero yo quiero ser un sujeto, no objeto. Recuerden que sigo siendo una persona, y como tal, soy dueño de mi destino y debo poder participar en las elecciones que impactan directamente a mi vida”.

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La pareja de mi padre y yo nos quedamos callados. Revisé mi comportamiento y me di cuenta de que había algo de verdad en las palabras de mi papá. En mi afán por solucionar tantos temas distintos, había obviado la presencia del principal interesado. Con vehemencia, le había insistido a mi padre que, de ahora en más, estaba prohibido salir solo a la calle —ni hablemos del cine de trasnoche— además de pedirle encarecidamente que adoptara horarios más convencionales. “¿Pero ustedes me quieren vivo en una jaula?”, preguntó consternado.

“Te queremos vivo por muchos años”, le contesté. “Lo demás lo podemos negociar”.

La resolución

Y así lo hicimos. Escuchando sus necesidades y hablando hasta alcanzar un equilibrio entre un cotidiano desprovisto de riesgos, pero con una cierta dosis de libertad. Cuando el pasado junio empezó el mundial de fútbol, le compré un televisor de alta definición para que pudiera disfrutar los juegos.

Yo había regresado a Los Ángeles, y la llamada de mi padre me sorprendió una tarde de domingo. “Acaban de instalar el televisor en mi departamento”, dijo con una chispa de euforia en su voz. “Yo sabía que eras un buen hijo, pero me has sorprendido. Hoy me doy cuenta que no solo demuestras tu amor con palabras, sino también con hechos”.

Escuchar este agradecimiento de mi padre de 90 años es algo que no olvidaré nunca.

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