Vida Sana
Cinco años después de la muerte de mi madre por complicaciones de su demencia vascular, lo que recuerdo más claramente no son las docenas de veces que la acompañé a los consultorios médicos o que le llevé alimentos, arreglé su televisor, llamé a su compañía de seguros o informé a otros familiares sobre su progreso. Lo que recuerdo con más claridad son unos pocos momentos enternecedores.
Hubo una tarde nublada, unas pocas semanas antes de su muerte, cuando ella parecía estar confundida, asustada y molesta. Para tranquilizarla, miramos un antiguo álbum de fotos de unas vacaciones en la playa de 30 años antes, y comenté varias veces en voz tranquila lo hermosa y feliz que se veía en las fotos. Poco a poco, quedó absorta estudiando las imágenes de ella y de otras personas, y se tranquilizó.
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Recuerdo cómo ella miraba a mi hijo pelirrojo, que en aquel entonces tenía 21 años, durante nuestra última cena navideña juntos.
La recuerdo, ligeramente inclinada hacia adelante, admirando las flores de primavera amarillas y rosadas en el pequeño jardín de su hogar de ancianos, mientras yo empujaba su silla de ruedas lentamente por el camino pavimentado.
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