Vida Sana
Estoy convencida que la ansiedad, el estrés de saber que no había vuelos para regresarse a Guatemala enfermaron a mi papá Raquel Cardona, de 78 años. Milagrosamente ha sobrevivido la COVID, a pesar de todas las condiciones médicas que tiene, pero ha quedado tan débil que me temo que vuelva a recaer.
Mi papá llegó a visitarnos el 7 de marzo y se suponía que regresara el 30 de mayo. Vino por tres meses para disfrutar de sus nietos. Sin embargo, desde que Guatemala suspendió los vuelos de Norteamérica a mediados de marzo, se ha visto varado en Estados Unidos. Y ni él ni nosotros estábamos preparados para enfrentar los trastornos de salud que vinieron.
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Retos inesperados
Estamos esperando un vuelo humanitario que lo lleve de regreso. El Consulado de Guatemala en Houston ha sido el único que nos ha dado un poco de esperanza. Pero por su estado de salud y los pocos recursos económicos no creo que podamos viajar hasta Texas para tomar un posible vuelo humanitario a Guatemala.
Una de las cosas que más le preocupa a mi papá es dejarnos con una carga económica debido a las dos hospitalizaciones que ha tenido. Vino sin seguro médico y ni mi esposo ni yo tenemos los recursos financieros. Apenas nos alcanza para pagar la renta y para criar a nuestros dos niños, Santiago de 6 años y Sebastián de 16 meses.
He pasado por todos los sentimientos posibles: desde impotencia hasta desesperanza. Siento que mi vida es un huracán. Mi mamá, Clara Luz Ventura de 68 años, que es hipertensa, también enfermó en Guatemala esperando por el regreso de mi papá. Mi hermana y mi cuñado también se contagiaron en Guatemala con el coronavirus.
En medio de estas dificultades, perdí mi trabajo. Estoy batallando con las clases virtuales de mi niño enfrentando la barrera del idioma y las limitaciones con la tecnología. Cortamos otros servicios en casa con el fin de garantizar el dinero para pagar el internet.
“No quiero morirme aquí”
El primer ingreso fue a principios de agosto debido a complicaciones con una úlcera que ya tenía. Estuvo internado ocho días. Pensamos que fue durante esta hospitalización que contrajo el virus, ya que nosotros nos mantuvimos en casa, nos cuidamos y especialmente cuidamos de él debido a sus condiciones médicas subyacentes. Además de diabetes, mi padre sufre de la tiroides y hace cuatro años fue operado a corazón abierto. A la semana y media de haber recibido el alta empezó con algunos de los síntomas del coronavirus: escalofríos, fiebre, falta de apetito, de ánimo y sus niveles de azúcar comenzaron a bajar a 40 o menos.
Compré un oxímetro para monitorear sus niveles de oxígeno, pero lo que más preocupaba era que entrara en un coma diabético. Su cuerpo ya no le respondía. Lo ingresamos por segunda vez porque la prueba del coronavirus dio positiva.
Lo tuvimos que dejar solo en el hospital y lo único que nos repetía era: “No quiero morirme aquí, no quiero regresar a Guatemala en una cajita con cenizas. Trate de que yo pueda llegar completo a Guatemala. Discúlpeme por los gastos que le vine a ocasionar”, fueron sus palabras.
Nos abrazamos, lloramos y le dije: “Yo sé que te voy a volver a ver y sé que vas a regresar a la casa”. Esta vez estuvo ingresado dos semanas y los síntomas del virus lograron controlarlos.
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