Vida Sana
| Eran las 2 a.m. de una fría mañana a mediados de marzo. Estaba acostada en el sofá de la sala de nuestro pequeño apartamento en Harlem, en la ciudad de Nueva York, dando vueltas y vueltas sin poder dormir. Intentaba no despertar a mi esposo Greg, quien dormía apaciblemente en nuestro dormitorio junto a la sala de estar. Además de que la fiebre que tenía se convirtió de repente de ligera a una de 102°F, sentí un dolor insoportable y el cuerpo me temblaba sin parar debido a los escalofríos. Durante los últimos tres días, me había sentido aletargada y un poco adolorida. Pero creía que era por el cambio de horario, pues acababa de regresar de un viaje de negocios de dos semanas a Escandinavia. Esa noche, cuando aparecieron estos nuevos síntomas preocupantes, temí lo peor: tal vez me había contagiado el coronavirus.
Como escritora, me gano la vida viajando por el mundo y recorro miles de millas cada año. Tal vez parezca glamoroso y puede serlo, pero también tiene que ver con muchos trenes, aviones, automóviles, gente nueva, costumbres extranjeras, muchedumbres y proximidad con otras personas durante las entrevistas para mis artículos. Hasta ese momento en el que aumentaba el número de personas fallecidas y moribundas, mi trabajo no había parecido algo peligroso. Pasé la noche sin poder dormir y sumamente preocupada.
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A fines del invierno
Temprano a la mañana siguiente, llamé a CityMD, el centro de atención de urgencia más cercano a mi apartamento. Después de que le dije a la recepcionista los síntomas que tenía, me recomendó que me dirigiera allá de inmediato. Yo estaba demasiado enferma para ir sola, por lo que Greg tuvo que conducir las dos millas de distancia. Se quedó esperando afuera, para evitar el contacto con otros pacientes. En un consultorio, un enfermero que usaba una mascarilla de hospital y guantes de látex comprobó mis constantes vitales y me preguntó sobre mis síntomas: dolor, escalofríos, tos seca persistente y dolores de cabeza. Yo sabía que todos eran signos de COVID-19. Después de tomarme la temperatura y ver que tenía fiebre de 102°F, me preguntó si había viajado recientemente.
El poder del apoyo
Al principio, cuando aparecieron los síntomas, les conté a mis familiares en otros lugares del país. Pero antes de decírselo a mis amigos, esperé que se confirmara el diagnóstico de COVID-19. La cantidad inimaginable de amor y apoyo que recibía todos los días por mensajes de texto, correos electrónicos y llamadas telefónicas me recordó lo curativas y esperanzadoras que son las palabras de aliento. Por supuesto, también me ayudó mucho comunicarme por FaceTime con mis tres nietos en Florida todas las semanas.
Además, mi esposo, quien me apoyó todos los días y me animó a mantener una actitud positiva, me ayudó a conservar la cordura. Y gracias a Greg, hacer ejercicio y consumir una dieta equilibrada son hábitos para nosotros. Esto ha mejorado mi nivel de acondicionamiento físico a medida que envejezco y es posible que me haya protegido de lo peor.
Mi experiencia con este virus mortífero, que me hizo apreciar más el maravilloso sistema de apoyo que tengo, también confirmó lo importante que es no dar nada por sentado. Soy una de las afortunadas: me recuperé de la COVID-19.
Cuando el médico —también con mascarilla y guantes— se nos unió en el consultorio, revisó mi expediente médico, me examinó los ojos y la garganta y me auscultó el corazón y los pulmones. “Tienes los pulmones limpios”, dijo. Aunque en esos momentos no me di cuenta, esas cuatro palabras serían la clave para sobrellevar mi ansiedad creciente durante las próximas semanas.
El resultado de una prueba de gripe que me hizo el médico fue negativo, lo que se supo en 10 minutos. Por eso, él me dio la noticia dramática que ningún habitante de Nueva York desea escuchar durante esta pandemia: “Tienes síntomas del coronavirus y debido a tus viajes recientes, recomiendo que te hagas una prueba”. Lo dijo de una manera compasiva pero realista; era evidente que estaba familiarizado con estos síntomas a medida que seguía aumentando el número de pacientes con COVID-19 en la ciudad. Para hacerme esa prueba desagradable, me insertó un hisopo largo en la profundidad de las fosas nasales. Después, me dijo “tus resultados podrían demorar entre cinco y siete días. Mientras tanto, te recomiendo que te pongas en cuarentena en tu hogar durante 14 días. Descansa, mantente hidratada y toma Tylenol para tratar los síntomas. Si sientes falta de aire, acude a la sala de emergencias”.
Salí de esa oficina atontada y nerviosa. No entendía cómo las instrucciones de tratamiento para un virus tan mortífero podían ser las mismas que te dan cuando tienes un resfriado común. Sin embargo, como hay tantas cosas que no se saben sobre este virus, son las únicas recomendaciones que los médicos pueden darles a pacientes con síntomas. No existe ningún medicamento ni vacuna, y tampoco una cura. Mientras Greg conducía a nuestro hogar, le conté esta noticia estremecedora. Él me dijo que yo iba a estar bien. Yo, quien por lo general soy optimista, agradecí que intentara tranquilizarme. Pero como tengo 59 años, no me convenció. Si bien técnicamente yo no formaba parte del grupo de alto riesgo, estaba lo suficientemente cerca como para preocuparme.
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