Vida Sana
Cuando propuse a mi familia que nos fuéramos a las islas Sanibel y Captiva de Florida el pasado mes de diciembre, les encantó la idea. Durante unos 10 años, mis padres, que tienen ochenta y tantos años, habían pasado algunas semanas en Sanibel cada invierno, así que les resultaba familiar. Y parecía un destino ideal para un viaje relajante, en el que podríamos reunirnos con mis hermanas: Tricia, que vive en Columbus, Ohio, y Jennie, en Raleigh, Carolina del Norte. Hay cientos de condominios a lo largo de las playas repletas de conchas de las islas, pero nada parece estar abarrotado. El tenis, los deportes acuáticos, las caminatas por la playa y la lectura junto a la orilla son las principales actividades entre el comer y el beber. Me uniría a ellos desde mi hogar en el norte de California.
Hace tres años, cuando a mi padre le diagnosticaron demencia, comenzamos a sacar a mi madre de su casa de Bay Village, Ohio, para que se tomara un breve descanso anual del cuidado de mi padre. Le encantó ver Hamilton en Nueva York, y al año siguiente disfrutó de Charleston, de su encanto sureño y de su fabulosa comida. Este año, pensamos, nos llevaríamos a papá; tal vez le traería recuerdos y se sentiría a gusto en un lugar que una vez amó.
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En ese momento, el deterioro cognitivo de mi padre era el propio de un Alzheimer completamente desarrollado; la pérdida de memoria en aumento significaba que su enfermedad estaba progresando rápidamente. No obstante, mi padre seguía teniendo bastante movilidad y a su médico no le preocupaba que volara para acompañarnos en las vacaciones. Y a papá pareció gustarle la idea cuando se la explicamos, repetidamente, debido a su pérdida de memoria. Agarré el calendario que él revisaba varias veces al día y lo llené de anotaciones como "dos semanas hasta Sanibel" y "vamos a la playa pronto". Parecía entender que íbamos a uno de sus lugares favoritos.
Finalmente llegó el día. Salvo por la enérgica retirada de una mascarilla, que hizo que los audífonos de mi padre, que cuestan $7,000, salieran volando por el suelo del aeropuerto, todos llegamos sin apenas incidentes (mi madre y mi hermana estuvieron presentes para ayudarlo), y nos instalamos. Como pronto descubrimos, el mejor lugar para estar era nuestro apartamento en la playa. Comimos unas cuantas veces en restaurantes, pero la mayor parte de las ocasiones cocinamos nosotras mismas, y la comida resultó mejor que los platos que podíamos encontrar en los lugares turísticos locales.
Sin embargo, hubo decepciones. A papá no le apetecía demasiado caminar por la playa y necesitaba ir al baño con frecuencia. Y aunque teníamos esperanzas de que su nube de memoria se disipara durante esta escapada, se desvanecían cada mañana cuando se despertaba y preguntaba dónde estaba (la primera de las docenas de veces que lo hacía a lo largo del día). Salvo dos noches divertidísimas, en las que estuvo tan consciente y divertido como antes, pasamos mucho tiempo respondiendo a sus interminables preguntas y tratando de mantenerlo ocupado.
Esto nos ayudó a mantener el sentido del humor. Un día mi padre se despertó y anunció que sabía por qué estaba en Florida: "Soy un escritor de viajes y estoy aquí para hacer un reportaje sobre este lugar", declaró a mi madre, que seguramente no pudo mantener una cara seria.
La conclusión es que no fueron las vacaciones familiares idílicas que esperábamos, pero, no obstante, fue fantástico estar juntos, leer en la playa, cocinar comidas locas y pasar tiempo con papá. Parecía divertirse, al menos a veces; estaba más hablador que en casa y recordó el viaje un poco durante unas semanas después de volver a casa.
Y aprendimos algunas cosas. Por un lado, la próxima vez llevaremos al perro de papá, Arnie —su piedra angular, su amigo, su responsabilidad—. También necesita tener a mi madre a la vista en todo momento, pero Arnie puede ser el dique que contiene sus momentos de pánico. También hay que tener a mano revistas de deportes como distracción y tener mucha paciencia.
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