Vida Sana
En nuestro rancho familiar en Sonora (México), crecí cocinando, oliendo, probando, inventando y experimentando. Mi mamá siempre me decía “debes cocinar con amor, si no la comida lo resiente”. Ella me enseño que tratar la comida con respeto es lo mismo que tratar a la gente con respeto. He tratado de incluir ese afecto y ese sentido de hospitalidad durante toda mi carrera como chef.
Cuando tenía alrededor de 11 años, le pregunté a mi mamá “¿por qué me llamaste Zarela? ¿Por qué no tengo un nombre normal?” Ella contestó, “Cariño, porque se va a ver precioso alumbrado”. Yo no era muy femenina, era un desastre todo el tiempo, montaba mi caballo, Desprecio, por las colinas y los cañones mientras cantaba las canciones favoritas de mi mamá. No sé qué me vio, pero vio algo, por lo que ella y mi papá pasaron mucho tiempo estimulando mi mente.
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Después de la universidad, pasé dos años en el rancho con mi papá practicando con libros de cocina gourmet, como el de Helen Corbitt. Comíamos comida mexicana al almuerzo y comida continental por la noche, en nuestra hermosa mesa con mantel de lino, porcelana de palomas azules y flores de plástico (a 7,000 pies de altura, no había flores naturales).
Luego me fui a El Paso (Texas) como trabajadora social, me casé y tuve mellizos. Comencé a cocinar para mis amigos porque necesitaba dinero extra. Ahí fue cuando mi mamá me dijo “tienes mucho talento para esto; te voy a dar tu herencia ahora mismo para que puedas estudiar culinaria”.
Me envió a un instituto de catering en Beverly Hills, en donde aprendí el negocio y la importancia de crear un estilo y una identidad propios. Mi mamá y yo empezamos a hacer investigación sobre la gastronomía mexicana.
La comida tex-mex estaba en furor en ese entonces, pero la comida con la que crecí era muy diferente. Era regional y tenía una fuerte influencia española, como el aceite de oliva y ajo en mi receta de camarones al ajillo. Cada vez que la preparo, el olor a aceite de oliva, ajo y chiles me transporta al rancho.
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