Vida Sana
La artista multiplataforma Linda Ronstadt es autora de un nuevo libro, Feels Like Home: A Song for the Sonoran Borderlands. El libro, coescrito con el periodista Lawrence Downes, se centra en el paisaje emocional y físico de la infancia de Ronstadt en el suroeste de Estados Unidos, así como en su herencia mexicana y las conexiones entre los dos países. Lo que sigue es una historia, así como recetas adaptadas del libro:
¡ÚLTIMA OPORTUNIDAD! - Únete a AARP a precios del 2024; las tarifas aumentan en el 2025.
Obtén acceso inmediato a productos exclusivos para socios y cientos de descuentos, una segunda membresía gratis y una suscripción a AARP The Magazine.
Únete a AARP
La región del río Sonora es uno de los rincones más hermosos de México: un paisaje donde la luz del sol deja su huella, esculpido por el viento y suavizado por el exuberante verdor de la vegetación perenne. Este tramo de desierto es lo que me ata al mundo. Creo en la memoria genética, ese sentimiento de pertenecer a un lugar que perdura en la sangre y se pasa a través de las generaciones. Dondequiera que he vivido, dondequiera que viajo, mi alma siempre bate sus alas hacia el horizonte, hacia el sur de la frontera, de regreso a mi tierra y a mis raíces en Sonora. Me siento gravitar en esa dirección como si respondiera al llamado de los padres de mi padre y sus padres y abuelos, de toda una cadena de antepasados, la mayoría de quienes nunca conocí.
Soy hija de ese mundo, aunque crecí en la comodidad de la clase media en el Tucson del siglo XX, lejos de cualquier necesidad de autosuficiencia en el desierto. No tuve que arrear ovejas y ganado ni hacer cercas de mezquite o de cuerda de fibras de cacto para el ganado. Y, sin embargo, si bien no soy uno de los Ronstadt mexicanos del siglo XIX, tengo esto en común con ellos: amo a Sonora y me siento arraigada a ella cuando estoy allí. Mi sentido de conexión con mis antepasados se ve además reforzado por mis propios vívidos recuerdos sensoriales de las cosas que también ellos conocían y amaban en Sonora, en particular las que tienen que ver con la música y la comida. Esas dos necesidades humanas básicas se satisfacían juntas de manera maravillosa con la pachanga, el pícnic familiar que duraba todo el día y que fue uno de los mayores placeres de crecer en esa parte del mundo.
Es increíble que un lugar tan calcinado por el sol y el calor sea capaz de invocar la vida en tal variedad y abundancia. El desierto de Sonora es feroz e imponente, pero también es extremada y sorprendentemente fértil. La autosuficiencia y la sostenibilidad quizás sean difíciles de lograr en cualquier lugar, pero representan un enorme desafío en un lugar donde el agua es tan escasa. No obstante, a pesar de que la lluvia es poco frecuente, en ciertos momentos del año irrumpe con una fuerza intensa. Aprendimos de niños a estar alertas a los aguaceros, incluso los lejanos, debido a las inundaciones repentinas. Cualquier arroyo, lecho o canal de riego podía estar seco un minuto y convertirse en un instante en un torrente mortal de agua, brozas y rocas. Así es el desierto, un momento te da muy poco y otro demasiado, y puede representar la muerte para cualquiera que no preste atención.
Para su libro, Ronstadt hizo una lista de canciones que representan la frontera para ella. Haz clic aquí para escuchar la lista de reproducción en Spotify. (Un CD está disponible en el sello Putumayo - en inglés)
Nací en Tucson en 1946 y viví allí hasta los 18 años. Nuestra familia estaba compuesta de mi madre, mi padre y sus cuatro hijos, de los que solo quedamos mi hermano mayor, Peter, y yo. También hay un sinnúmero de tías, tíos, primos, sobrinos y parientes más lejanos en Arizona y en la región de Sonora en México. He dicho que nuestro árbol genealógico se asemeja más a un hormiguero que se extiende por dos países. Cuando tengo oportunidad, regreso aún a Tucson a ver a la familia y los amigos, y para las fiestas. Una gran reunión familiar o fiesta puede hacer que los Ronstadt se vuelquen de todas direcciones de la ciudad. No hay dos de nosotros que seamos exactamente iguales, pero cuando nos reunimos la mayoría estamos listos para cantar y tocar música, cocinar y comer.
Sin embargo, cuando regreso a mi ciudad natal, después de unos días, estoy hambrienta de algo más. Anhelo ver cielos más amplios y luz de sol empañada de polvo, el palo verde que florece en los arroyos y las columnas gigantes de los cactus, el saguaro y el pitayo dulce que ennoblecen las colinas. Siento ansias de emprender ese viaje de cinco horas rumbo sureste por la carretera que lleva a la aldea donde nació el padre de mi padre. Cuando esto sucede, llamo a algunos amigos, y tal vez a algunos de mis primos o sobrinos, y juntos nos ponemos en marcha. Viajamos rumbo al este y sur, cruzamos la frontera en Naco, tomamos la carretera hasta Cananea y luego seguimos el río hasta Banámichi.
Nos registramos en el hotel, y en algún momento en que reine la calma salgo y camino por la calle vacía para relajarme en una banca de la Plaza Miguel Hidalgo y pensar en mis antepasados. Sentada aquí, hace un calor infernal. El sol vespertino del desierto baña de golpe el pecho y la cara. El resplandor lo blanquea todo. Es, sin embargo, una pequeña plaza encantadora a cualquier hora del día. Los cipreses y sicómoros esbeltos le dan un aspecto formal, semejante a un cementerio italiano, aunque no dan sombra siquiera pasable.
No obstante, si me siento en el banco el tiempo suficiente, puedo ver la torre del campanario, pintada de un blanco deslumbrante, teñirse de rojo al resplandor del ocaso y tornarse dorada. El sol se pondrá tras ella, más allá del río, y los grillos comenzarán a zumbar; saldrá la luna, y luego las estrellas.
También te puede interesar
Una visita a Linda Ronstadt
La cantante y escritora comparte sus pensamientos sobre la cultura, el hogar y la familia.