Vida Sana
Prefacio: un río de almas
A decir verdad, la muerte no es el final de la historia. Desde el punto de vista de la biología, solo se trata de otro capítulo. El organismo sigue cambiando, y a veces incluso los seres queridos de una persona no la pueden reconocer. La exposición al aire fresco puede convertir los restos de un ser humano en un esqueleto en cuestión de semanas. Un incendio puede encoger los huesos de una persona. Y un río de corriente rápida causa sus propios estragos a un muerto.
Por eso, en junio del 2016, Elizabeth Nelson enfrentó un problema. Nelson, quien en esa época era investigadora de la oficina del médico forense del condado de Spokane, Washington, se encontraba en la morgue y miraba el cuerpo de un hombre a quien las autoridades habían extraído de un atascamiento en el río Spokane. Parecía haber estado muerto durante al menos dos semanas, y ese período en el agua había alterado de forma radical los contornos de su rostro, labios y ojos. Había sido un hombre alto, calvo y con una barba larga y canosa. No llevaba su billetera y las pistas sobre su identidad eran pocas.
“Incluso si fuera un familiar tuyo, no lo habrías reconocido”, me dijo Nelson.
Nelson considera a cada cuerpo no identificado como un problema tanto práctico como existencial. Sin tener su nombre, ella no podía informar a la familia del hombre sobre su muerte ni devolver sus restos, y a la policía le sería difícil investigar el caso. Pero también tiene que ver con el asunto de la dignidad. Un nombre es lo mínimo que debería acompañar a un muerto cuando lo entierran.
Por eso, la investigadora recurrió a Facebook y envió un mensaje a la única persona que pensaba que podría lograr que el muerto se viera como cuando estaba vivo: Carl Koppelman, un contador de cincuenta y tantos años que en ese entonces vivía en El Segundo, California, en una casa en los suburbios donde cuidaba con cariño a su madre enferma. “Carl, es Elizabeth de la oficina del médico forense de Spokane”, escribió. Dejó ciertas cosas por fuera: como siempre, esperaba un resultado rápido. Como de costumbre, no podía pagar.
“Mándame las fotos”, contestó Koppelman.
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Koppelman no es detective ni antropólogo forense. No trabaja para una agencia gubernamental ni en una universidad. Técnicamente es un aficionado, en gran parte autodidacta; trabaja a solas y sin cobrar, sin más que se lo pidan. Sin embargo, se ha forjado una reputación entre detectives, médicos forenses y compañeros detectives por sus retratos de los muertos. A diferencia de los bosquejos policiales, los retratos de Koppelman tienen ojos emotivos y rasgos vivaces. Lo que sea que la muerte haya causado a las personas que representan, incluso si las redujo a esqueletos, él puede lograr que parezcan vivas. Sus retratos ya habían resuelto casos, y Nelson, quien sabía que sus destrezas son “fenomenales”, esperaba que él pudiera hacer su magia otra vez.
Pero cuando se sentó en su desgastado escritorio de roble y abrió las imágenes en su monitor, Koppelman se dio cuenta rápido de que el rostro de ese hombre ahogado sería uno de los más difíciles en los que había trabajado. Con su habilidad para acallar el miedo y el asco después de sus años en esta vocación, estudió las imágenes de la manera en la que un gran maestro analiza un tablero de ajedrez. ¿Cuáles habían sido las jugadas de la muerte y del río? ¿Cómo podría él contraatacar?
Con un software llamado Corel Photo-Paint, alisó el cutis del hombre, le rellenó la barba y adelgazó sus mejillas y sus labios. El retrato terminado representaba a un hombre con un brillo en los ojos y una sonrisa leve y meditabunda en los labios, con la camiseta color crema que tenía puesta cuando lo encontraron y con un bello cielo de verano al fondo.
Koppelman envió por correo electrónico la imagen a Nelson, quien la publicó en las redes sociales y la envió a los noticieros locales. Casi enseguida, una empleada de un albergue local para personas sin hogar llamó. A ella le pareció que había reconocido a un hombre de su albergue; también se acordaba de su camiseta. Nelson y sus colegas pudieron conseguir el expediente médico del hombre, comparar si coincidía con el cuerpo que se encontró en el río y confirmar la identidad del hombre. El muerto tenía un nombre, Donald Nyden, y tenía 68 años. La oficina del médico forense le avisó a la familia de Nyden en Virginia sobre la noticia; la policía pudo investigar y descubrió que no se había cometido un crimen.
En las comunidades en internet que buscan a los desaparecidos y los muertos, se vitorearon los esfuerzos de Koppelman: “Descansa en paz, Donald. Y Carl, de nuevo, un trabajo increíble”. Pero Carl, un hombre alto y corpulento de actitud reservada y veta de perfeccionista, solo pudo ver en qué se había equivocado. “Él tenía la cara bastante delgada, pero yo lo representé con un rostro un poco más relleno”, recuerda. Koppelman se fijó en todos los matices que le faltaban por dominar y se comprometió a mejorar cuando se tratara de víctimas ahogadas en un futuro.
Y habría futuras víctimas, de todos tipos, porque los muertos sin nombre presentan un río interminable de tragedias para las familias y las autoridades del orden público en este país. Esas víctimas atormentan a Koppelman, quien guarda los detalles inquietantes de cada caso en su prodigiosa memoria: los huesos y la ropa hecha jirones de una víctima de asesinato en Oklahoma en la década de 1980; la inscripción en el reloj de un hombre no identificado en el 2001. Él se ha sumergido en cientos de casos, y con sus destrezas artísticas, aptitud con hojas de cálculo y obsesivas habilidades de investigación, desempeñó un papel directo en ayudar a esclarecer por lo menos 13 casos.
La mayoría de ellos no son como el de Donald Nyden; rechinan por años y es posible que nunca se resuelvan. Sin embargo, Koppelman persevera, porque hay familias que siguen esperando y preguntándose. Según Koppelman, la muerte es una cosa, “pero lidiar con un desaparecido en la familia es totalmente distinto”. Más de una década de trabajo voluntario le enseñó que el tormento de nunca saber qué pasó con un ser querido es una especie de infierno singular.
Cali Doe
En noviembre de 1979, en Caledonia, una comunidad pequeña en el oeste de Nueva York, un granjero y su hijo encontraron una figura sospechosa en su campo de maíz. Al principio, creyeron que podía ser un cazador intruso. Pero cuando llegó el sargento John York, vio que había sucedido algo espantoso.
Una adolescente delgada estaba tendida boca abajo en el campo de maíz. Tenía rizos color castaño, cuyas puntas estaban teñidas de color rubio. Llevaba puesto un pantalón de pana, una camisa escocesa y una cazadora roja de hombre. Le habían disparado en la frente y por la espalda. York formó un equipo para investigar. Hablaron con vecinos, indagaron en paradas de camiones y publicaron un bosquejo de la joven, junto con una fotografía póstuma retocada para eliminar el agujero de la bala que tenía arriba de la ceja. Nadie la reconoció.
Solo un puñado de desconocidos asistieron al servicio conmemorativo de la joven, atraídos por el patetismo y el horror de una joven víctima de asesinato sola en el mundo, sin siquiera un nombre. Con el tiempo, la llegaron a conocer como Caledonia Jane Doe, o Cali Doe, para abreviar. John York y su equipo investigaron más de 10,000 pistas en su amplia investigación: buscaron el origen de la cazadora, consideraron a 64 asesinos en serie como posibles culpables y se comunicaron con miles de agencias del orden público en todo Estados Unidos, Canadá y Europa. Las semanas se volvieron meses; los meses se volvieron años. York, un hombre franco con la mirada abatida y el ceño fruncido, visitaba la tumba de Cali Doe todos los años. Le preguntaba: “¿Qué se nos olvidó? ¿Qué pasamos por alto?”. York a la larga se convirtió en sheriff y recurrió a nuevas tecnologías a medida que aparecían. En el 2005, unos funcionarios obtuvieron una orden judicial para desenterrar el cuerpo de la joven para poder extraer ADN de los huesos y el cabello. El esmalte de los dientes de la adolescente sugirió que ella quizás era del sur o del suroeste. Un experto dijo que el polen en la ropa de la joven podría haber sido de la zona de San Diego. Pero a pesar de que el caso de Cali Doe llegaría a consumir más horas y recursos que ningún otro en la historia de la oficina del sheriff del condado, no hubo adelantos importantes. El caso atormentó a York, quien se comprometió a esclarecerlo.
“Le dispararon a quemarropa justo al lado de la carretera, la arrastraron a un campo de maíz y le dispararon por la espalda”, dice. “¿No crees que esa chica se merece algo de justicia?”.
El cuidador
A Carl Koppelman le demoró mucho tiempo encontrar su propósito. Creció en El Segundo, una ciudad playera en el condado de Los Ángeles. Fue el menor de cinco hijos. Con su talento para dibujar rostros, cubrió sus carpetas escolares con garabatos de caricaturas de los maestros.
A medida que creció, empezó a festejar con sus amigos en la playa y se metió en problemas por escalar cercas para andar en patineta por piscinas vacías en patios traseros. Después de graduarse de la escuela secundaria en 1981, permaneció en el hogar de su niñez. Consiguió trabajos en construcción y en una fábrica de metal en lámina para la industria aeroespacial.
Los años de adolescencia de Koppelman estuvieron rodeados de un entorno de medios de comunicación lleno de noticias sobre asesinos en serie. A Koppelman, como a muchos de nosotros, estas historias le parecieron al mismo tiempo repugnantes y fascinantes. Recuerda a siete asesinos en serie que aterrorizaron en la zona donde vivía en California; recuerda sus sobrenombres, sus métodos, y las víctimas. Asimiló los detalles horribles de un caso cercano para él: un adolescente que él conocía muerto a tiros y desmembrado por un hombre conocido como el Trash Bag Killer (el asesino de las bolsas de basura). Koppelman no podía saberlo en ese entonces, pero su obsesión con los crímenes de la vida real impulsaría su camino años más tarde.
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