Vida Sana
Hace 34 años, Paul se presentó a nuestra primera cita para hacer senderismo. Calzaba mocasines italianos y llevaba una Diet Coke en la mano.
Siete barrosas millas después, con los pies manchados de color bermellón y cubiertos de ampollas, mi agotado galán nativo de Long Island me envolvió en sus brazos y preguntó cuál era el próximo sendero. Paul no era ningún Jon Krakauer (y tampoco lo es ahora). Pero después de años en el mundo de las citas románticas, yo había encontrado finalmente a un neoyorquino inteligente y divertido que estaba dispuesto a explorar los bosques conmigo. Y con eso, nos lanzamos a la aventura.
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En los primeros meses que estuvimos juntos, compartí con él mis senderos favoritos en un radio de dos horas desde Greenwich Village. El día que cumplimos un año de novios, lo ayudé a comprar sus primeras botas e hicimos senderismo en las Montañas Blancas (en inglés) de Nuevo Hampshire. Dos años después, Paul me propuso matrimonio en los bosques de Connecticut.
Los problemas de salud interfieren con las aventuras
A lo largo de las décadas siguientes, nos mudamos a los suburbios y formamos un pequeño nido. No era la existencia agreste que yo había soñado. Pero construimos una vida compartida fantástica en el mundo civilizado, y Paul se internaba en la naturaleza conmigo —y luego, con nuestros dos hijos— siempre que nuestras obligaciones lo permitían. Allí creamos algunos de nuestros recuerdos más dulces, desde los acantilados del Big Sur en California hasta las montañas Adirondack que bordean Lake George, en Nueva York.
Por momentos, cuando ya habíamos pasado los 40, yo fantaseaba sobre cómo sería la vida una vez que nuestros hijos se hubieran ido. Cuando nuestras carreras se hubieran calmado. Tal vez Paul finalmente se decidiera del todo: se pondría en forma y compraría una mochila. Recorreríamos el sendero de los Apalaches por segmentos. Viajaríamos de refugio en refugio en las Montañas Blancas o en los Alpes.
Sin embargo, a medida que se acercaban esos años, nuestros cuerpos tenían sus propios planes. El mío se mantuvo bien. Pero viejas lesiones de fútbol atormentaban las rodillas de Paul. Su asma, que había sido leve, se volvió más limitante. Un trastorno convulsivo que había tenido de niño volvió a asomar la cabeza en la realidad de ambos, con oleadas de temor, drama y visitas al médico.
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