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Mi héroe: La paz que me legó el noble silencio de mi padre tras la Segunda Guerra Mundial

Como muchos veteranos, cumplió su deber y soportó la carga por el resto de su vida.


spinner image Ilustración de un soldado con una cremallera sobre la boca
Paul Spella

A los 18 años, mi padre, Pincus Mansfield, se ofreció como voluntario para las Fuerzas Aéreas del Ejército de EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial, pero fue rechazado. Solo tenía una buena mano. Pero regresó y convenció a la Fuerza Aérea de que no podían volar sin él. Fue reclutado el 13 de agosto de 1943, y fue entrenado para ser un artillero de cintura, uno de los hombres que disparaba una ametralladora desde el “puerto de armas” abierto del bombardero B-24 Liberator.

“Mis padres pensaban que estaba loco y así fue hasta el día de su muerte”, dijo. Su tío Sammy le compró una trompeta en una tienda de empeños. “Ten, cuando te oigan tocar tal vez no te envíen al extranjero”, dijo Sammy. No pensó que su sobrino de una sola mano iba a ganar la guerra.

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¿Por qué aceptarían a un chico de 18 años con una sola mano? La respuesta corta es que en 1943 estaban perdiendo el 75% de los hombres que entrenaban y enviaban a la batalla. La Octava Fuerza Aérea tuvo más muertes —26,000— que todo el Cuerpo de Infantería de la Marina. Solo las tripulaciones de submarinos del Pacífico sufrieron una tasa de mortalidad más alta.

En la 19.ª misión de mi padre, sobre Kassel, Alemania, fue alcanzado por fuego antiaéreo. Le dispararon bastante fuerte, le dieron en las piernas, los glúteos y la cara. Fue enviado de vuelta a Estados Unidos y estuvo hospitalizado 164 días.

Todo esto fue historia oculta en nuestra familia. Mi padre nunca habló sobre la guerra y aprendimos a no preguntar. “No voy a contar ninguna historia de guerra”, dijo. Al elegir el silencio, era como la mayoría de los hombres de su generación. Era una regla para él y para millones de veteranos. Pero ¿por qué?

spinner image Una familia multigeneracional disfruta de una barbacoa y actividades al aire libre

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Poco antes de que mi padre muriera hace cinco años, me encontré con la respuesta a esa pregunta. Mientras limpiábamos el viejo hogar, encontré un paquete chico de páginas dobladas que estuvo guardado en un cajón durante 65 años. Era un breve diario de las misiones de bombardeo que había volado. No tenía ni idea de que había guardado este registro. A los aviadores se les prohibió mantener diarios.

Rápidamente lo leí. Algunas de las misiones que voló fueron desgarradoras, marcadas por el ataque de aviones de combate, grandes cañones antiaéreos disparando desde tierra, abriendo agujeros en su bombardero e hiriendo a los tripulantes. Habían regresado a Inglaterra volando con tres de los cuatro motores, y con otro motor que amenazaba con dejar de funcionar.

Había visto bombarderos que volaban por los aires, que explotaban en la nada: 10 hombres, 18 toneladas de aluminio con más toneladas de altos explosivos y combustible, que desaparecían. Y mi padre y sus compañeros de tripulación tenían que seguir volando.

El breve diario de mi padre insinuó la intensidad de lo que había pasado e insinuó por qué él y millones de otros veteranos no querían hablar. Otras personas no lo entenderían, así que te lo guardabas para ti mismo.

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Tenemos monumentos conmemorativos, grandes películas y libros. Pero cada guerra es privada. “La guerra ocurre dentro de un hombre”, escribió Eric Sevareid (en inglés), corresponsal de radio de CBS que cubrió la Segunda Guerra Mundial. “Le sucede a un solo hombre. Nunca se puede expresar”.

Para algunos veteranos hubo trauma. Y hubo remordimiento. Mi padre lamentó tener que matar, le dijo a uno de sus nietos, que logró que hablara por unos momentos sobre la guerra. Era lo que tenía que hacer, pero este era un remordimiento que llevó hasta sus últimos días. Cuando otro nieto se iba a vivir a Alemania, mi padre le dijo: “No les digas lo que tu abuelo le hizo a su hermoso país”.

Por encima de todo, el silencio era un código de honor. Este fue un acuerdo no hablado sobre lo que se dice y lo que no. Esto le importaba mucho a mi padre y a los demás veteranos de su generación. Las cosas feas que habían visto en la guerra, y lo que sentían sobre ellas, quedaron sin decirlo. Llevaban esa carga.

Por su silencio, dijeron: “Te doy paz. Tómala. Tómala y no me pidas más. No voy a contar historias de guerra”.

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