Vida Sana
Irv Bromley fue un colega muy querido durante mi carrera en el diario The Miami Herald, la cual comenzó a principios de los 80. Nos veíamos diariamente, pues su tarea en lo que llamábamos el wire room era precisamente asegurarse de que todos los periodistas recibiéramos los cables de las agencias noticiosas, las comunicaciones escritas internas, la correspondencia de los lectores y otros documentos impresos. En aquella época apenas comenzaba el uso de las computadoras y era aún raro el uso de correos electrónicos.
Irv había llegado a la redacción casi por accidente. Durante años había sido parte del proceso de composición del periódico, armando páginas en el tradicional método de cajas de plomo caliente. Con el advenimiento de las computadoras, el periódico transformó ese proceso en el método frío de la electrónica y, por supuesto, Irv y otros técnicos en plomo perdieron sus empleos en el departamento de prensa. El Miami Herald, en un gesto de verdadera reciprocidad a la lealtad de esos empleados, los reubicó en otros departamentos del periódico.
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La presencia de Irv en los salones de la redacción, los cuales recorría varias veces al día, era muy especial. Su carácter jovial, su sentido del humor, su siempre presente y expresiva sonrisa al decir algo agradable a todos los que teníamos contacto con él, nos arreglaba el día. No importaba cuán complicada fuera nuestra jornada —que una fuente importante no respondiera nuestra llamada, que un editor eliminara nuestros mejores adjetivos en un artículo, que se nos acercara la hora de entregar nuestro artículo sin haberlo terminado, que nos abrumaran con reuniones innecesarias— el asomo de la abundante cabellera negra de Irv constituía un bálsamo a nuestro ceño fruncido.
Pasaron años antes de que un día, en un aniversario del histórico desembarco en Normandía del 6 de junio de 1944, el Herald decidiera publicar una crónica sobre los sobrevivientes de aquel hecho crucial que laboraban entre nosotros. Cuál no fue mi sorpresa cuando tropecé con el nombre de Irv Bromley. Este hombre sencillo y modesto, este verdadero caballero de otro siglo que no era capaz de ofender a nadie, había desembarcado en una de las playas de Normandía a bordo de una barcaza militar y enfrentado la metralla y el bombardeo nazi.
Había sido uno de los que habían arriesgado su vida creando una cabeza de playa para combatir las poderosas fuerzas del general alemán Erwin Rommel y luchado junto a muchos soldados que murieron flotando en las costas, otros que alcanzaron la playa con uno de sus cercenados brazos en la otra mano, o que como él sobrevivieron para clavar victoriosamente después la bandera de los aliados en territorio ocupado por los nazis.
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