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Cuando los cuidados terminan, el enojo podría disminuir y dar lugar a la tristeza y al arrepentimiento

Prueba con un poco de ternura y adopta una perspectiva a largo plazo sobre la relación.


spinner image Un hombre sentado al lado de una mujer mira hacial piso
GETTY IMAGES

 “El segundo año es más difícil”, me escuché decir a la mujer de 55 años cuyo padre había fallecido el año anterior y quien todavía estaba de duelo. Era una de esas máximas de psicoterapeuta que he brindado por tres décadas a clientes que han perdido a un ser querido. Menciono con frecuencia que, durante el primer año después de que fallece un ser querido, la mayoría de las personas se preparan para nuevas oleadas de dolor y pérdida con cada día de fiesta y gran evento que se aproxima —el Día de Acción de Gracias, la Pascua, y el día de cumpleaños y el aniversario de la muerte de su ser querido—. Pero luego llega el segundo año y hacen lo mismo de nuevo. Y luego otra vez al año siguiente. Para esta mujer, el carácter definitivo de la muerte de su padre probablemente se afianzaría por completo durante los próximos meses, cuando se diera cuenta dolorosamente de que siempre habrá un asiento vacío —en sentido figurado o literalmente— en la mesa de la cena familiar.

A medida que se acerca el fin del segundo año de mi propio duelo, he estado pensando sobre mis consejos típicos. ¿Es en realidad más difícil el segundo año después de que uno ya no está cuidando a un familiar? Para mí, lo ha sido, aunque por razones que no anticipaba.

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Entre el 2010 y el 2017, fui el cuidador principal de mi madre a medida que se deterioraba debido a una enfermedad de los riñones y demencia vascular. Si bien ella y yo nunca habíamos tenido una relación muy estrecha, mi enfoque al cuidarla fue aprovechar la situación para conocernos mutuamente como adultos. Sin embargo, nuestra relación, que ya era tensa, se empeoró. Mientras más resistía ella mi ayuda demasiado entusiasta, más severo e insistente me volvía yo. Nos peleamos mucho sobre su hábito de gastar dinero que no tenía. Cuando hace poco volví a leer la columna que escribí en AARP.org (en inglés) para el primer aniversario de su muerte, me sorprendió mi tono de resentimiento persistente.

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Hoy mis sentimientos son distintos. El enojo ha disminuido. (Después de dos años, tal vez ya era hora). Su ausencia me ha revelado una capa emocional que en su mayoría está compuesta de tristeza —sobre su espantoso deterioro, su muerte y nuestra oportunidad desperdiciada de entendernos mutuamente—.

También me siento más culpable. En retrospectiva, noto más su sufrimiento. Mis muchos resentimientos sobre ella parecen no venir al caso. Me apenan los ejemplos específicos de cuando perdí los estribos con ella. ¿Por qué me daba rabia su gesto generoso de invitar a almorzar todos los días a sus auxiliares de cuidados en el hogar? Mi reacción de reproche parece mezquina.

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Sé que no soy ni el primer ni el último cuidador familiar que se enoja y luego se arrepiente. Estas son las repercusiones emocionales que ninguno de nosotros quiere. ¿Cómo pueden evitarlas los cuidadores? A continuación, presento algunas ideas.

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Con la muerte, quizás se termine la prestación de cuidados, pero no la relación con el familiar a quien cuidaste: la cara bonita de mi madre, su voz con acento del Bronx y su amor por el helado de vainilla todavía permanecen claros en mi mente. Y también lo están nuestros intercambios verbales a veces insolentes, a veces acalorados. Nada de eso ha muerto para mí. Eso prueba la importancia de otra máxima: Piensa a largo plazo —siempre—. Los cuidadores deben practicar cierta “preretrospectiva”, al contemplar cómo mirarán y juzgarán su propio desempeño al cuidar a su familiar cuando lo analicen años más tarde. Así se responsabilizarán más todos los días, si tienen en cuenta su propio juicio en el futuro. Ese fue uno de mis propios consejos que yo no tomé en serio cuando me enfoqué en las peleas y los retos diarios.

El enojo es demasiado fácil; la tristeza llega muy lentamente: las discusiones frecuentes entre mi madre y yo sirvieron importantes funciones psicológicas para ambos. Nos mantuvieron interactuando intensamente, nos dieron una válvula de escape para dar salida a nuestras respectivas frustraciones y nos permitieron evitar enfocarnos demasiado en la abrumadora crisis médica. Para mi madre —indignada sobre su pérdida de capacidades cognitivas y físicas, y de control sobre su vida—, fue más fácil culparme a mí que enfrentar directamente lo que le sucedía. Para mí —horrorizado y consternado sobre el espectáculo de la lenta desaparición de mi madre—, pelear con ella fue mi manera inconsciente de tranquilizarme porque ella todavía podía hacerme sentir su fuerte presencia. Sin embargo, el problema fue que a veces nos herimos demasiado los sentimientos mutuamente. Hablar con franqueza entre nosotros sobre su estado de salud y las crecientes pérdidas podría habernos unido más en una triste comunión.

Prueba con un poco de ternura: ese era el título de una de mis baladas favoritas de música soul de Otis Redding de la década de 1960. Hubo pequeños momentos de cariño entre nosotros (un ligero toque en el hombro, compartir un sándwich especial de pavo que a ambos nos encantaba y sentarnos en silencio juntos en un jardín de primavera), pero fueron demasiado poco frecuentes. Por suerte, también recuerdo esos momentos. No me arrepiento de ellos. Los valoro. Solo hubiera querido que ella viera más de esos momentos.

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