Vida Sana
El estante de tarjetas de la librería me llamó la atención. Fuera cual fuera la ocasión, siempre me atraían las humorísticas. Durante la pandemia de COVID-19, había adoptado la costumbre de enviar tarjetas a mi madre con frecuencia, y me imaginaba su alegría al encontrar un sobre escrito a mano en el buzón del centro para adultos mayores donde vivía.
Al tomar una de las tarjetas para el Día de la Madre, de repente me di cuenta: mi madre había muerto. Al volver a colocar la tarjeta en su lugar, sentí el conocido vuelco del corazón, como el del estómago cuando el automóvil sube una cuesta. Esa revelación de un segundo escondía la certeza de que nunca más le enviaría una tarjeta, de que nunca más la llamaría para contarle las novedades de un nieto o de un libro que estuviera disfrutando. De pronto anhelé oír la familiar melodía de su voz cuando escuchaba a su hija mayor al hablar por teléfono. “Oh, Leeeeeeee”, decía, y pronunciaba mi nombre con una combinación de sorpresa y placer.
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Un círculo cada vez más pequeño
Mi madre falleció este año, poco después de Año Nuevo. Escribí sobre esa experiencia en esta columna, sobre el lento decaimiento que presenciamos las tres hermanas, sin saber lo que ocurriría ni lo que haríamos. En general, estaba presente mentalmente, su memoria a corto plazo se interrumpía y luego, de repente, recuperaba la lucidez. Había dejado de utilizar la estufa, de dar paseos, y de a poco censuraba sus propias conductas, lo que eliminaba la necesidad de tener conversaciones difíciles sobre auxiliares y otro tipo de asistencia, al menos temporalmente. Su mundo era un círculo cada vez más reducido, que se encogía y se afinaba, y seguíamos observando y esperando sin saber qué episodio o tragedia podría provocar un cambio en su nivel de independencia. Era inevitable que algo tendría que ceder.
Y entonces, de pronto, sucedió. Se había cansado de vivir lo que ella consideraba una vida muy empequeñecida. Su constante frase de que no quería llegar a los 90 años se convirtió de pronto en un destino manifiesto. Mi madre anunció que no quería vivir más. Y así empezó su determinación de morir según sus propios términos. Primero dejó de comer y luego prácticamente dejó de ingerir líquidos. Cuando llamamos a un centro de cuidados paliativos, le aliviaron compasivamente el dolor y las molestias mientras su cuerpo terminaba la tarea de apagarse para morir.
Como su muerte se produjo en medio de las fiestas, la alegría de la celebración, el compromiso sorpresa de una sobrina y la ilusión de estar juntos se confundieron con la realidad de perder a nuestra madre. Al ordenar sus pertenencias y sentarme junto a su cama, me pregunté cómo sería y cómo se sentiría nuestra vida sin el contacto que suponía cuidarla. Esa función desaparecería con su muerte. Si bien es cierto que en parte sería un alivio, cuidar a mi madre fue un obsequio inexplicable. Fue el acto supremo de amor y reciprocidad de un hijo hacia uno de sus padres.
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