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Mi proceso como cuidadora familiar después del duelo

Cinco meses después de la muerte de mi madre, me siento más en paz.


spinner image Terry McConaughy descansa en casa de su hija Nancy en Tarrytown, Nueva York; Lee y su madre, Terry; las hermanas de Lee, Nancy McLoughlin y Megan Lucier, con Terry.
Desde arriba a la izquierda, en el sentido de las agujas del reloj: Terry McConaughy descansa en casa de su hija Nancy en Tarrytown, Nueva York; Lee y su madre, Terry; las hermanas de Lee, Nancy McLoughlin y Megan Lucier, con Terry.
CORTESÍA DE LEE WOODRUFF

El estante de tarjetas de la librería me llamó la atención. Fuera cual fuera la ocasión, siempre me atraían las humorísticas. Durante la pandemia de COVID-19, había adoptado la costumbre de enviar tarjetas a mi madre con frecuencia, y me imaginaba su alegría al encontrar un sobre escrito a mano en el buzón del centro para adultos mayores donde vivía.

Al tomar una de las tarjetas para el Día de la Madre, de repente me di cuenta: mi madre había muerto. Al volver a colocar la tarjeta en su lugar, sentí el conocido vuelco del corazón, como el del estómago cuando el automóvil sube una cuesta. Esa revelación de un segundo escondía la certeza de que nunca más le enviaría una tarjeta, de que nunca más la llamaría para contarle las novedades de un nieto o de un libro que estuviera disfrutando. De pronto anhelé oír la familiar melodía de su voz cuando escuchaba a su hija mayor al hablar por teléfono. “Oh, Leeeeeeee”, decía, y pronunciaba mi nombre con una combinación de sorpresa y placer.

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Un círculo cada vez más pequeño

Mi madre falleció este año, poco después de Año Nuevo. Escribí sobre esa experiencia en esta columna, sobre el lento decaimiento que presenciamos las tres hermanas, sin saber lo que ocurriría ni lo que haríamos. En general, estaba presente mentalmente, su memoria a corto plazo se interrumpía y luego, de repente, recuperaba la lucidez. Había dejado de utilizar la estufa, de dar paseos, y de a poco censuraba sus propias conductas, lo que eliminaba la necesidad de tener conversaciones difíciles sobre auxiliares y otro tipo de asistencia, al menos temporalmente. Su mundo era un círculo cada vez más reducido, que se encogía y se afinaba, y seguíamos observando y esperando sin saber qué episodio o tragedia podría provocar un cambio en su nivel de independencia. Era inevitable que algo tendría que ceder.

Y entonces, de pronto, sucedió. Se había cansado de vivir lo que ella consideraba una vida muy empequeñecida. Su constante frase de que no quería llegar a los 90 años se convirtió de pronto en un destino manifiesto. Mi madre anunció que no quería vivir más. Y así empezó su determinación de morir según sus propios términos. Primero dejó de comer y luego prácticamente dejó de ingerir líquidos. Cuando llamamos a un centro de cuidados paliativos, le aliviaron compasivamente el dolor y las molestias mientras su cuerpo terminaba la tarea de apagarse para morir.

Como su muerte se produjo en medio de las fiestas, la alegría de la celebración, el compromiso sorpresa de una sobrina y la ilusión de estar juntos se confundieron con la realidad de perder a nuestra madre. Al ordenar sus pertenencias y sentarme junto a su cama, me pregunté cómo sería y cómo se sentiría nuestra vida sin el contacto que suponía cuidarla. Esa función desaparecería con su muerte. Si bien es cierto que en parte sería un alivio, cuidar a mi madre fue un obsequio inexplicable. Fue el acto supremo de amor y reciprocidad de un hijo hacia uno de sus padres.

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Más tarde, después de su muerte, me di cuenta de que cuidar y amar a mis padres fue una de las formas en que me había definido a mí misma, primero con el proceso de demencia de mi padre y luego, tras su muerte, con mi madre. ¿En qué me convertía eso ahora? A mi edad, ya era una persona mayor. ¿Acaso el término “huérfana” se aplicaba a los 62 años?

Mi madre aparecía continuamente en mis pensamientos la semana siguiente a su muerte; la pérdida era como un zumbido sordo en el fondo de mi mente. Le encantaban los pájaros, sobre todo los cardenales, y de pronto los veía por todas partes, con su cuerpo rojo en intenso contraste con la nieve. Cada vez que aparecían, me sentía consolada al imaginar su espíritu a mi alrededor, vigilante y protector.

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Parecía una temporada de pérdidas, en muchos sentidos. En este último cuarto de mi propia vida, podía catalogar las cosas que iban declinando: la fuerza física y la salud, la pérdida de amigos por enfermedades y lesiones, el trayecto truncado de la vida que teníamos por delante. También había pérdidas existenciales: la pandemia, el calentamiento global, la sensación de caos en la política y el discurso social. Muchas cosas resultaban confusas y tristes, más breves y preciadas.

Se disipa una sombra

El primer mes nos mantuvieron en pie muchas cosas prácticas y tácticas que debíamos hacer. Teníamos que resolver lo de su testamento, arreglar las cuentas, vaciar su apartamento para venderlo y concertar una fecha para el funeral. Las hijas seguíamos siendo una especie de cuidadoras que administrábamos las secuelas de la muerte, y lo hacíamos con propósito y determinación. El “hacer” seguía vinculándonos a ella, pero también nos alejaba del hecho central de su pérdida, y entonces se produjo una especie de entumecimiento.

Hace poco, la hija de una amiga se despertó con un trastorno llamado síndrome de la nieve visual. De la noche a la mañana había aparecido una borrosidad en todo su campo visual, como si mirara a través de un parabrisas en medio de una tormenta de nieve. A pesar de que era terrible, no le ocluía completamente la vista, pero todo quedaba fuera de foco, por lo que tenía que esforzarse más para poder ver. Perder a mi madre en aquellas primeras semanas y meses fue así, sentimientos y emociones atenuados por un enfoque suave hasta que poco a poco, como una tormenta de nieve que se aleja, todo empezó a ser más claro.

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Comencé a adaptarme a su pérdida, más rápido de lo que pensaba, y no sabía cómo sentirme al respecto. En las redes sociales y en el grupo de discusión de AARP sobre cuidadores familiares (en inglés) en Facebook, muchas personas seguían de duelo intenso por sus padres, meses e incluso años después de la pérdida. ¿Acaso era “menos que” ellos? Estas dudas me hacían sentir aún más culpable. Había leído mensajes en las redes sociales y consultado con personas cuya vida había cambiado para siempre por la muerte de su madre. ¿Influyó el hecho de que mi madre viviera una vida larga y digna? ¿Fue más fácil aceptar su muerte porque ella eligió su propio final? Había preguntas que reprimía porque sabía que no había respuestas. Desde lo racional, comprendía que no había una forma única y correcta de hacer el duelo, pero a pesar de ello me comparaba con los demás. Con frecuencia buscaba testimonios de otras personas que habían perdido a sus padres e intentaba encontrarme a mí misma en la forma en que ellos procesaban el duelo.

'Toda una vida de amor'

En la actualidad, más de cinco meses después de su muerte, ya he superado lo peor. Resulta extraño escribir estas palabras, pero el tiempo me ha dado perspectiva. Un hijo debe sobrevivir a sus padres, pero eso no significa que la sensación de pérdida sea menos intensa.

¿Qué extraño como cuidadora? No añoro los largos trayectos de ida y vuelta a Boston, con frecuencia en el mismo día. Sí extraño los abrazos de mi madre, cuando acunaba sus pequeños huesos mientras la rodeaba con mis brazos. Añoro la auténtica alegría de su rostro cuando me veía, el modo en que toda ella se iluminaba. No añoro el lugar físico en el que vivía, que con las sillas de ruedas, los andadores y los avisos mensuales de defunción, era un recordatorio de que mi madre empeoraba cada día que pasaba.

Lo que sí extraño es la sensación de ser necesitada, la utilidad y el propósito del cuidado. No hay nada más enriquecedor para el alma que entregarse a otra persona, hacer algo útil y provechoso para otros, sobre todo para alguien que ha dedicado tantos años a tu cuidado.

Ahora estoy en paz, al imaginar a mi madre en paz. Siempre la echaré de menos, y siempre desearé pasar más días buenos con ella. Pero también celebraré la parte del espíritu humano que sigue adelante, día tras día. Reconozco lo afortunada que soy al tener un tesoro de recuerdos y de que mis hijos también hayan pasado tanto tiempo con ella. Guardo en mi mente las películas que puedo ver cuando desee e invocar como una lista de grandes éxitos y pequeños momentos.

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