Vida Sana
El nuevo coronavirus invadió la ciudad de Nueva York en marzo y en tan solo dos semanas mi vida dio un giro de 180 grados. Me quedé sin empleo y sin apartamento, literalmente en la calle rumbo a la casa de mis padres a unas pocas cuadras, en Ridgewood, Queens.
De camino, paré en Dollar Tree. Los estantes estaban medio vacíos. No tenían espaguetis. No tenían habichuelas negras Goya. No tenían toallitas para bebés.
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Retomé el camino, un recorrido lleno de letreros improvisados escritos a mano en inglés y español pegados a las ventanas de las bodegas. La mayoría de ellos anunciaban: “No hay Clorox”.
Antes de esta nueva realidad, yo trabajaba 9 horas (o más) como editora en una oficina en Manhattan, y los estantes vacíos eran algo que solo había visto en redes sociales. Ahora, desempleada y caminando por mi vecindario, entendí la realidad de esta pandemia.
Sentimientos encontrados
A pesar de mis sentimientos encontrados, mi madre estaba encantada. Un año y medio antes, se había escandalizado de que su hija decidiera mudarse de casa antes de casarse. Tuve que visitarla durante muchas semanas para convencerla de que no había abandonado a mi familia solo por haberme mudado. Intenté explicarle que necesitaba espacio y que me encantaba saber que mis esfuerzos me habían permitido mudarme de casa, especialmente después de ver cómo muchas mujeres en mi comunidad habían sido humilladas por haber tomado decisiones igualmente importantes.
“Estamos rompiendo las maldiciones de las generaciones pasadas”, me dijo mi hermana mayor cuando eché una última mirada a mi alrededor antes de mudarme.
Admitir que tenía que regresar al hogar de mi niñez después de perder mi trabajo me hacía sentir como si hubiera roto una promesa sagrada a mí misma. Abochornada, llamé a mi madre unas horas después de recibir la noticia. Mi voz se quebró en una risa avergonzada al decirle que había perdido mi empleo.
“No pasa nada”, me dijo. “Regresa a tu casa, Anga. Mami y papi te ayudan”.
Mi padre me preguntó si quería instalarme en el cuarto que fuera de mi hermanito, ya que mi hermana, con sus cristales y paletas de maquillaje, se había apropiado de mi habitación a su regreso el año anterior. Así que me asignaron la habitación de mi hermano, decorada con carteles de automóviles y recuerdos de su tiempo con los Marines.
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