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El azúcar: una historia de amor

Terminar esa relación es particularmente difícil cuando algunos de tus mejores recuerdos se basan en este producto dulce.


spinner image Paleta y cubos de azúcar
Según las nuevas pautas, el límite diario de azúcares añadidos es de 6 cucharaditas (25 gramos) para las mujeres y 9 cucharaditas (36 gramos) para los hombres.
Getty Images

Este año, el Día de San Valentín fue descorazonador. En vez de preparar un postre exquisito —mi pasión—, le compré a mi familia unos bizcochos de chocolate en un café, aunque sabía muy bien que yo hubiera horneado unos mejores y más cremosos.

Pero eso también habría significado comer más de lo que yo debía. Y me estoy esforzando mucho en estos momentos para no hacer eso. Ahora que tengo cincuenta y tantos años y dos hijas —una de las cuales llegó a nuestras vidas recién nacida, mediante el sistema de adopción provisional, cuando yo tenía 46 años—, estoy intentando dejar los dulces para poder vivir una vida más larga y sana. En todo caso, esa es la versión oficial.

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Sin embargo, hay días en los que casi no puedo resistir la tentación de este producto blanco. Me cuesta trabajo olvidarme de esas barritas de chocolate caseras cuando se aproximan las fechas límite de mis escritos; tragarme el orgullo y no preparar las galletas con trocitos de chocolate que perfeccioné hace tiempo cuando me piden que traiga algo para el círculo de lectores; y renunciar al bizcochito de cacao malteado, con su crema oscura, cuando me detengo en la panadería local a tomar un café. 

Verás, para mí, los dulces son cuestión de “todo o nada”, en particular dado lo larga que ha sido nuestra relación. Con el pasar de las décadas, han intervenido como amortiguadores confiables para todo desde el estrés hasta la tristeza y el haber dormido muy poco, o incluso sentimientos de pérdida o ineptitud (¿Quién prepara mejores galletas: Neiman Marcus o yo? Yo, por supuesto). Pero resulta que este enamoramiento que he sentido desde kindergarten no solo me ocultó las verdades incómodas de la vida, sino que también hizo que me fuera cada vez más difícil enfrentarlas.

Así es tu corazón cuando consumes azúcar  

El año pasado, la American Heart Association (AHA) anunció que consumir demasiadas golosinas (como lindas galletitas rosadas de merengue) puede restarte años de vida. Pero yo ya más o menos sabía eso porque mi cuerpo con forma de manzana empezó a pesar más —y más— hasta que, por último, no pude subirme la cremallera de los pantalones y el médico me dijo que tenía diabetes tipo 2. Este tipo de diabetes puede revertirse, y todavía creo que puedo lograrlo con una combinación de los medicamentos que estoy tomando y los cambios correctos en la alimentación. Mi médico está de acuerdo. (El esposo de mi prima lo hizo sin medicamentos, y se comía una dona enorme a diario).

Con todo y eso, la AHA quitó la tapa de mi tarro de galletas al instar a las personas en Estados Unidos a reducir los azúcares añadidos que consumimos en nuestro régimen alimentario. Por un lado, consumir demasiada azúcar no deja suficiente espacio en nuestros platos y vasos para opciones saludables para el corazón como proteínas magras, verduras y leche semidescremada. Por el otro lado (no es una sorpresa), el exceso de calorías que provienen de azúcares añadidos puede engordarnos, lo que aumenta el peso que soporta el corazón e incrementa el riesgo de enfermedades del corazón y derrame cerebral.

Según las nuevas pautas, el límite diario de azúcares añadidos es de 6 cucharaditas (25 gramos) para las mujeres y 9 cucharaditas (36 gramos) para los hombres. ¡Anda! El azúcar es el primer ingrediente en ese vasito de Nutella & Go con palitos de pan que me acabo de robar de la lonchera de mi hija; contiene 23 gramos. Eso me deja 2 gramos disponibles para el resto del día.

Cuando una golosina era simplemente una golosina

Mi relación con los dulces ha sido larga e incierta. Mis padres vivieron de manera frugal, con solo un sueldo y cuatro hijos. Crecieron en la ciudad de Nueva York cuando se racionaba el azúcar, y mi padre de verdad recibió una naranja (¡qué afortunado!) entre sus regalos de Navidad. Si comíamos galletas, eran galletas integrales dulces de marca genérica. Me encantaban las ventas de pastelería en la escuela, las galletas con chocolate y malvavisco alrededor de las fogatas durante los paseos de las Girl Scouts y el armario de golosinas de la familia de mi amiga Irene, con las suaves donas recubiertas con azúcar en polvo marca Sweet Sixteen.

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También me acuerdo mucho del pastel con trocitos de chocolate marca Entenmann’s que nos enviaba los domingos la abuela Alice; de ir en el auto con mi madre a Stanley’s Bake Shop mientras estaba en quinto grado y mirar por la vitrina mientras ella pedía un pastel rectangular cubierto con rosas y crema amarilla de mantequilla, además de repostería francesa en miniatura, para una fiesta de 50.º aniversario; y de unas galletas cubiertas de chispitas de colores en una caja blanca amarrada con cordel rojo y blanco, un regalo de la tía Tessie.

Mi madre, quien fue química antes de la maternidad, preparaba galletas con trocitos de chocolate para Navidad usando la receta impresa en la bolsa de chocolate Toll House, y las guardaba en una lata de color azul y blanco. ¡Ah, y esas mezclas para pastel marca Duncan Hines, con la foto de una tajada gruesa y perfecta en cada caja! Cuando mi madre sacaba la pesada batidora Mixmaster para preparar uno, colocaba un poco de masa en mi pequeño molde plateado para hornearlo en el viejo horno blanco. Cuando cumplí 16 años, mi madre preparó un pastel rosado con glaseado rosado e invitamos a mis amigos.

El problema resultó ser que, mientras comer poca azúcar en general quizás nos mantuvo sin barriga y con cuentas bajas del dentista, nunca aprendí a regular mi medidor de postres. Era todo o nada. En mi adolescencia, cuando tuve la oportunidad, con gula me comía tres donas o la cajita entera de galletas de la panadería (sola, en mi habitación). Mi madre escondía sus galletas integrales dulces cubiertas de chocolate (otra golosina poco común) en el gabinete de licores y los dulces del Día de San Valentín encima de la vitrina de la porcelana para que su voraz familia no se los comiera todos. De adulta, me impresioné cuando mi nutricionista me dijo que creció con tazones de chocolates envueltos en papeles de colores vivos en su hogar, pero no estuvo tentada a darse el gusto. ¡¿Qué?!

Adelantemos el relato a mi trabajo como escritora para revistas, los empleos de mis sueños, donde compensé el tiempo perdido. Me sentía rebelde y festejaba cada vez que me pagaban dándome el gusto de comprar un cremoso bizcocho de chocolate, grande y con capas, en la panadería de la estación de autobuses cuando me dirigía a casa desde la oficina. En Woman’s Day, aprendí cómo escribir artículos sobre comida, pero también cómo perfeccionar un pastel de conejo de Pascua y galletas de mantequilla y chocolate. En Good Housekeeping, durante 10 años como escritora de artículos sobre estilo de vida, me enamoré de la mayoría de los temas acerca de los que escribí —suéteres cómodos, pintalabios rojos y, sobre todo, bocaditos de crema, barras de manzana y helados caseros—. Las fotos motivaban a los lectores a lanzarse a preparar una casita de jengibre cubierta de gomitas o el mejor pastel de limón del mundo, pero mis notas al pie de foto cerraban el trato. 

El problema consistía en que también me convencía a mí misma. Hornear se convirtió en una pasión. Y por años, parecía bastante inofensivo. Yo era delgada, y a mis compañeros de trabajo, amigos e incluso choferes de autobús les encantaban las galletas hechas en casa. Yo preparaba ese pastel de queso con ponche de huevo para una fiesta, o las galletas de chocolate, avena y coco que mis amigos todavía me piden encarecidamente. Asistir a exposiciones de comida en la cocina de pruebas de la revista era como recibir una invitación al paraíso, en particular cuando veíamos por adelantado el número de diciembre: hileras interminables de galletas, barras, figuras y más —cubiertas de azúcar en polvo, de ensueño—.

Pronto, estaba comprando todos los mejores libros de cocina para postres, desde Sweety Pie’s hasta Rose’s Christmas Cookies. Cualquiera que sea el nombre, si es un libro de cocina e incluye postres, lo tengo. Luego llegaron los ingredientes, desde la divina cocoa marca Valrhona hasta las barras de chocolate semiamargo suizo marca Lindt. Incluso acepté pedidos para “Tarts by Alice Rose”, tartas que yo misma preparaba, por seis meses. Pero a la larga, todo ese chocolate fino, azúcar blanca y mantequilla pudieron más que yo; gané peso y me salió una barriga de repostera.

No es por nada que se conoce como un bajón de azúcar

Sin embargo, despedirme me costó trabajo. Es doloroso cuando mi hija de cuarto grado, a quien más le gustan mis golosinas, me ruega que las prepare —y quiero que en su niñez tenga tantos dulces como quisiera haber tenido yo cuando era niña—. Igual de difícil es querer compartir con nuestra hija mayor unas maravillosas recetas veganas de postre que tengo en mi repertorio de tallas extragrandes.

Pero sé que no puedo estar presente como una madre y esposa de buen talante y serena mientras me ahogo en las mareas altas y los tambaleantes bajones del azúcar, no más que si sorbiera cocteles todo el día. Como sucedió un día el verano pasado, mis cambios de estado de ánimo debido a malas experiencias domésticas como el tinte de cabello color aguamarina en el mostrador del baño (hermana mayor), los ingredientes costosos desperdiciados en un experimento de cocina (hermana menor) o los platos sin lavar (esposo) pueden asustar hasta a nuestro dulce y peludo perrito blanco, Sugar. Después de que yo me quedé dormida luego de consumir un café moca helado y unos pedazos de chocolate cremoso de Cape Cod mientras estábamos de vacaciones, nuestra hija menor, quien se quedó sin supervisar, empezó a jugar con mis sombras de ojo y pintalabios buenos. Lo hizo muy calladita. Pero cuando me desperté, me enojé mucho, como me imagino que lo haría un borracho malhumorado. La pobre Sugar tenía la cola entre las piernas, y mis gritos causaron daño —lo cual comenzó de nuevo mi ciclo de culpabilidad y vergüenza rociado de azúcar—.

Me enorgullece decir que ahora estoy haciendo cambios, un desafío a la vez. Para el Día de Acción de Gracias, reduje de cuatro a dos tartas (adiós a la de pacana acaramelada). Para Navidad, preparé un solo tipo de galletas, no los seis acostumbrados. Para las fiestas de salón de clase, apilé fresas maduras de California en mi plato Limoges más bonito decorado con capullos de rosa. Me sorprendí porque a los niños les encantó; se acabaron todas las fresas.

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Consumir menos azúcar, día a día

Pero necesito un poco más de armadura cuando se trata de cosas como los frappuccinos de rollo de canela (51 gramos de azúcar en el más pequeño) o toda la temporada de galletas de las Girl Scouts.

¿Qué hacer cuando juraste que solo ibas a probar una Thin Mint —después de todo, hasta tú las vendías cuando eras niña, son una tradición— y luego te comiste la mitad del paquete?

Jo Ann Carson, presidenta del Comité de nutrición de la AHA y profesora de University of Texas Southwestern Medical Center, admite que “algunas personas tienen adicción al azúcar, lo cual hace que les sea difícil consumir solo una porción”.

Lo que hace falta, dice, es planificación al igual que paciencia, cosas que los reposteros como yo tienden a tener. “Cuando te descontroles, regresa a tu rutina”, dice. “A veces establecemos metas demasiado elevadas. Cuando te des un gusto, ponle fin y sigue adelante. No tires la toalla”.

También recomienda consumir frutas de postre, pues contienen sustancias nutritivas y fibra que te deja satisfecho, junto con un sabor dulce. En un día de fiesta, ella sirvió unas elegantes peras escalfadas en vino como postre.

En algún momento después de que hablé con ella, saqué un apreciado libro de cocina, Four-Star Desserts de Emily Luchetti, y busqué la receta de las manzanas horneadas. Rellené las manzanas con un poco de mantequilla irlandesa de granja, canela, sal de mar francesa... y sí, dejando de lado el impulso de los amantes de la gastronomía, omití la salsa de caramelo y ron con pasas. También preparo bananas acarameladas con vainilla de Madagascar (mi amiga Rachael incluso sugiere bourbon) y una pizca de azúcar morena. O tuesto una bandeja de muesli hecho en casa con un chorrito de jarabe de arce puro y coco sin endulzar. Para una fiesta con mis compañeros amantes de las galletas, llevé una tarta de verduras que tenía una masa crujiente con los rebordes hechos a mano.

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Por supuesto, como dice Carson, no solo tengo que estar pendiente de los postres, sino que además debo tener en cuenta el azúcar que se esconde en todo, desde el té helado endulzado hasta el pan. Estoy leyendo detenidamente las etiquetas de información nutricional. El pan que compro ahora (Ezekiel, del congelador) solo contiene 1 gramo de azúcar por cada tajada sustanciosa y llena de fibra. Y le unto mantequilla de almendras (el tipo sin azúcares añadidos), no la mermelada de fresa que me gustaba, con 12 gramos de azúcar por cucharada.

Mientras tanto, mi esposo prueba una suave manzana horneada rociada con canela y dice: “Mmmmm, deliciosa”. Las serví en un lindo tazón azul y blanco de pintitas, con solo un poquito de crema encima, un gusto. Y estoy de acuerdo. Puedo hacer esto, me recuerdo a mí misma por enésima vez, y lo haré, pues terminar mi relación con el azúcar brinda mucho más espacio para los verdaderos amores de mi vida.

 

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