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“Más allá”, por Julia Alvarez

Lee un fragmento de la nueva novela de la escritora dominicano-estadounidense.


spinner image Retrato de Julia Alvarez sobre la portada de su novela Más allá
Bill Eichner/Vintage Espanol/AARP

Disfruta del prólogo y el primer capítulo de la primera novela de Julia Alvarez en 15 años.

De MÁS ÁLLA por Julia Alvarez. Copyright (c) 2020 por Julia Alvarez. Copyright de la traducción (c) 2020 por Mercedes Guhl. Reimpreso con permiso por Vintage Español, una división de Penguin Random House LLC.

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Más allá está disponible en Amazon.com, Bookshop.org (donde tu compra apoya a librerías independientes), Barnes & Noble (bn.com), y donde quiera que se vendan libros.

Prólogo

FRAGMENTOS

Va a encontrarse con él / el lugar que escogen a menudo para ocasiones especiales / para celebrar que ella se retira de la universidad / el restaurante preferido / y la nueva vida que le aguarda / a media hora de camino de su casa / un pueblo en las montañas / a veinte, si acelera en una zona con límite de treinta millas / Esta noche parece más lógico / un punto intermedio / llegarán cada uno por su lado / pues ella regresa de su cita con el médico / ella llega primero / pues él viene de la casa / debía estar ya en el restaurante / empieza a llamarlo al celular / tras esperar diez, veinte minutos / no contesta / el enojo se convierte en preocupación / no hay por qué sorprenderse / siempre lo deja en el bolsillo de sus bluejeans de trabajo / el hospital, el 911, la policía / “¿Lo han visto?” / o apaga el volumen en el cine y luego se le olvida encenderlo de nuevo / “¿Podrían ayudarme a encontrarlo?” / Todavía ahora, meses después / “aproximadamente de seis pies, pelo ralo, ojos azul celeste” / cuando ella lo sabe muy bien / el atardecer se va volviendo noche / que él iba subiendo la montaña en el auto / y de repente una punzada de dolor / mientras pensaba qué iría a ordenar / justo en el costado izquierdo, pero irradiando hacia el resto del cuerpo / pensando en cómo estaría ella de ánimo / el plato del día, si es en realidad especial / si estaría emocionada o aterrorizada / o su favorito de siempre, el salmón en salsa de limón y eneldo / como una espada que le perforara el costado / pero cambiando las papas fritas por puré de papa, ya que allá no les importa hacer esos cambios / aunque ¿cómo sabría él qué se siente cuando una espada se le clava a uno en el costado? / por su formación en medicina entiende lo que está sucediendo / evitando causar mal a otros / declarado muerto al llegar al hospital / se olvida recargarlo y se le acaba la batería / Todavía ahora, apenas tres meses antes de que se cumpla el año / saliéndose de la carretera, rodando el carro despacio hasta que se detiene / cuando ella sabe exactamente lo que pasó / una cuneta que bien puede ser su tumba / lo descubrió un ciclista que circulaba por ahí y lo llevaron de prisa a Emergencias / la razón de su retraso / un aneurisma en la aorta / pues lo cremarán y no tendrá tumba como tal / ni él ni ella pudieron anticipar / ni siquiera ahora / “ojos azul celeste”/ y no puede entender cómo alguien a quien ella amaba / pasa y repasa esa noche en su mente / “¿Podrían ayudarme a encontrarlo?” / puede no ser más que polvo / mensajes sin leer, fragmentos, facturas pendientes, recuerdos / vidrios rotos, un parachoques golpeado/ una nueva vida que le aguarda / asustada y emocionada a la vez / ¿cómo puede ser posible? / “¿Podrían ayudarme a encontrarlo?” / una nueva vida que le aguarda / “¿Podrían ayudarme a encontrarlo?” / continúa preguntando / “alto y de cabello escaso” / una nueva vida que le aguarda / “¿Podrían ayudarme a encontrarlo?” / un misterio que ella no puede resolver de ningún modo / sin embargo sigue preguntando / “¿Dónde estás?” / pues esta es la única manera que ella sabe / “¿Podrían ayudarme a encontrarlo?” / de crear una vida más allá para él / 

1

Aquí hay dragones

Hoy, el imán de su refrigerador resulta ser profético: “A veces, hasta un animal de costumbres cae en la distracción”.

Tú lo has dicho, anota Antonia. Acaba de servirse el jugo de naranja sobre el café que había en la taza que se llevó de un hotel de lujo. Debió haber sido una ocasión especial para que Sam hubiera decidido alojarse allí, y para que ella no se opusiera a semejante derroche.

Uno pensaría que te criaste en medio de una familia adinerada, le gustaba decirle en broma.

Nunca tuve dinero, por eso no me da miedo gastarlo, respondía Sam. Siempre había sido de respuestas rápidas y eso lo había metido en problemas con su papá en su juventud. Being fresh, se decía en esos tiempos. No seas fresco. ¡Las historias que le había contado!

Sam la mimaba en exceso, o lo intentaba, y ella le daba una reprimenda por sus mimos… pero era el tipo de reprimenda que le hacía saber que a ella más bien le agradaba que se desvivieran por atenderla.

Eso se terminó.

Antonia se apega a sus rutinas, sin salirse del camino estrecho que atraviesa el duelo, sin permitir que su mente divague. De vez en cuando toma pequeños sorbos de pena, temerosa de que la marea la pueda arrastrar… como las viudas que se lanzan a las piras en las que arden sus difuntos maridos, o las madres que saltan a las tumbas de sus criaturas. Ella ha enseñado esas historias.

“Hoy, como cualquier otro día, nos despertamos vacíos y atemorizados”, cita para sí, mientras mira su imagen en el espejo vacío. Su adorado Rumi ya no le sirve para llenar el vacío.

Al final de las tardes, cuando el día se apaga, o en la cama en medio de la noche, a pesar de sus esfuerzos, se ve en el confín más remoto, allí donde, según los mapas antiguos, termina el mundo y más allá solo hay terra incognita, monstruos marinos, Leviatán… aquí hay dragones.

Son incontables las veces en que, sea de día o de noche, tiene que rescatarse de ese confín. Si no lo hace por ella, será por los demás: sus tres hermanas, unas cuantas tías ancianas, sobrinos y sobrinas. Su círculo solía ser más amplio, pero ha tenido que reducirlo para así contener los daños y seguir respirando.

Como suele decirle a su hermana Izzy, que vive en crisis permanente y que siempre llega a visitarla con bolsas de ropa atiborradas de regalos y el corazón roto, lo mejor que puedes obsequiarles a tus seres queridos es velar por ti misma para no convertirte en una carga para ellos. Por eso no es de extrañar que el timbre telefónico que Izzy le asignó a Antonia sean campanas que llaman a misa.

Las demás hermanas la imitaron, y empezaron a usar ese tono de celular para Antonia. El secreto se propagó. El secreto siempre se propaga entre las hermanas. Nuestra Señora de las Epístolas, decía Mona a modo de explicación. La buena Mo-mo, la que no tenía ni un pelo en la lengua… una de las expresiones dominicanas de su mamá. Tilly era más bondadosa. Más o menos. Eso es porque empezaste a asistir a la iglesia de Sam. Así era como Tilly solía describir la religión de ellos, para evitar el término “cristiano”. Ahora lo que evita es pronunciar el nombre de Sam. “Tu iglesia”. Como si Antonia pudiera olvidar que Sam ya no está, a menos que alguien se lo recuerde.

La teoría de Sam para explicar lo de los timbres era que sus hermanas estaban celosas. Tantos años de enseñanza, tanta sabiduría. La cabeza llena de perlas.

Llena de m… bullshit, eso es lo que sus tres hermanas hubieran dicho.

¿Ahora quién irá a defender su manera de estar en el mundo?

Vacía el café estropeado y comienza de nuevo.

El pequeño teléfono que carga en el bolsillo empieza a sonar. Antonia no tiene timbres especiales para nadie, a excepción de Mona, que insistió en que el suyo fuera ladridos de perros. Y no de cualquier perro, sino de los cinco que ha rescatado de la calle, y que la propia Mona instaló en su teléfono.

La que llama hoy es Tilly. Hace unos días fue Mona. Izzy llama de vez en cuando. Son sus hermanas, que quieren saber cómo se encuentra. Tú la llamas hoy, yo me encargo de hacerlo el fin de semana. La frecuencia ha disminuido en los últimos meses, pero ha sido un detalle dulce.

¿Cómo estás?, preguntan. ¿Cómo vas?

Ven a verme, le dicen todas. Y saben que no aceptará la invitación de ninguna. Ella es la hermana que odia viajar, incluso en los mejores momentos.

Si vieras qué bonito está aquí, se jacta Tilly. ¿Por qué crees que le dicen Heartland? Porque te conquista el corazón.

Entre las dos hay una rivalidad permanente, Vermont o Illinois. ¿Dónde llega la primavera primero? ¿Dónde caen las peores nevadas?

Mientras habla con su hermana, Antonia oye entrechocar de platos en el fondo. Tilly no puede estar quieta. ¿Qué estás haciendo?, confronta a su hermana.

¿A qué te refieres con que qué estoy haciendo?

Ese ruido.

¿Qué ruido?

¡Se deslizan hacia el terreno de pelea con tanta facilidad! Cuando Tilly trae a Izzy a colación es casi un alivio. Estoy preocupada, dice Tilly. Izzy ha estado cada vez más imprevisible. Está vendiendo su casa en las afueras de Boston, o tal vez no, es imposible saberlo con certeza. Se queda a dormir en casa de amistades, en una habitación vacía, en un sofá, mientras remodelan su casa.

Pero, ¿la vas a vender o no?, tratan de razonar con ella.

Valdrá más dinero si está perfecta.

La perfección toma tiempo y, obviamente, dinero, que siempre ha sido algo que Izzy dice que no tiene. ¿Acaso no dejó la terapia porque dijo que le costaba demasiado? Pero tienes el seguro médico, ¿o no? Las hermanas de nuevo, el coro griego-dominicano en el que se convierten cuando alguna de ellas, por lo general Izzy, va directo a la perdición.

No quiero que una compañía de seguros se entere de que voy a terapia. ¡Una terapeuta que va a terapia! Acabaría con mi reputación profesional.

Según Mona, las naves se quemaron hace un tiempo y no hay vuelta atrás. Izzy ya no trabaja en el centro de terapia que ayudó a fundar. Ni siquiera Mona, diestra en las artes detectivescas, está segura de cómo llegó a ese punto.

Y también dejó de tomar los medicamentos que antes tomaba, dice Tilly. Mona dice que no se debe hacer eso con ese tipo de medicamentos. Tilly suspira, extrañamente callada, y luego dice que tuvieron una buena pelea. Esas dos, te lo digo.

Antonia se imagina a Tilly meneando la cabeza. Es raro que Izzy y Mona, las dos terapeutas de la familia, no puedan aprovechar sus habilidades profesionales para entenderse mejor. Tú lo has dicho, concuerda Antonia, para no agregar algo negativo que pueda ser citado y luego le llegue a cualquiera de las otras dos, y provoque más discusiones.

En todo caso, hermana, que se jodan. ¿Cómo estás tú?

Okey. El mantra que Antonia repite como contestación desde hace un año. En alguna parte leyó que okey y Coca-Cola son las palabras más comprendidas a nivel mundial. La deprime pensar que los lazos que nos unen a los demás sean tan débiles. Incluso el silencio sería mejor.

Pero silencio es lo único que recibe cuando le habla a Sam ahora. Qué no daría por oír su voz que le llegara desde la otra vida, asegurándole que está okey.
 

Roger, su vecino, llama a la puerta. Que si puedo ayudarle en algo, ofrece. Es un poco tarde para eso, piensa ella. Sam había muerto en junio. A lo mejor la noticia le llegó ahora… como la luz de las estrellas.

I’m good, le dice a Roger. Todo bien. Es una expresión tomada de sus estudiantes. Siempre se ha sentido un poco farsante al repetir lo que les oye decir, cual cotorra, como hacía cuando aprendía inglés, insertando una expresión aquí o allá, fingiendo sentirse como pez en el agua en ellas. Dream on, como decía en su época de estudiante. Sueña.

Haciendo acarreos a Ferrisburgh. Aprovechar lo que venga. Paga las cuentas. Roger parece inclinarse por hablarle con oraciones a medias. Antonia tiene que poner lo que falta. Cada encuentro es como una tarea, un examen de esos en los que hay que llenar los espacios en blanco.

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La gente les decía a las cuatro hermanas que chapurreaban el inglés, que fragmentaban el idioma. Ella había pegado los trozos rotos de ese inglés para terminar enseñándoles a los estadounidenses su propia lengua, durante cuatro décadas en total, tres de ellas en la universidad cercana.

¿Y ahora qué, ahora que está retirada?

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Amanecerá y veremos, solía decir su madre. Qué será, será.

Llevo días queriendo pasar. Eso. Roger señala con un movimiento de la cabeza el tubo que corre justo debajo del borde del tejado alrededor de la casa, lleno de hojas y ramitas. Lo que cae del tejado. Se acumula.

Pensaba que eran nidos, dice Antonia, riendo. Por supuesto que no, no fue eso lo que pensó, pero Roger parece disfrutar tanto de sacarse el clavo y demostrarles a esos sabelotodos que son los profesores de la universidad lo poco que saben. Permitírselo es una de sus maneras de ser buena vecina. Dejarlo decir la última palabra… la mayoría de las veces daba resultado con Sam.

De hecho, Antonia no sabe cómo poner a funcionar la mitad de los aparatos de la casa. Todos esos sistemas de tecnología de vanguardia y total eficiencia energética eran el orgullo de Sam. Es como pilotear un 747, le decía cada vez que él trataba de explicarle cómo funcionaban las palancas y manijas de los controles de la calefacción.

¡Y te dices feminista!, suele señalar su hermana Mona. El tono que Mona tiene para las llamadas suena a ciencia ficción. El mundo está loco, insiste su hermana menor. No, es “el mundo es feo / y la gente es triste”, se siente tentada a corregir Antonia, citando de un poema de Wallace Stevens que solía enseñar en sus clases. Pero jamás le ha surtido efecto eso de tratar a sus hermanas de la misma manera que a sus estudiantes. Me importa un comino quién lo dijo, le ha contestado Tilly más de una vez en el pasado.

Mandaré a que se las limpien, ofrece Roger. Una frase completa, su manera de ser buen vecino, en lugar de una nota de condolencia.

Un rato después, esa misma mañana, vuelven a llamar a la puerta. Antonia se asoma por la mirilla, un nuevo hábito que parece que no dejará ahora que vive sola. Solo alcanza a distinguir una cabeza poblada de pelo negro brillante. Es Mario, uno de los trabajadores mexicanos de al lado. Le abre a ese hombre con estatura de niño con esa piel morena tan poco frecuente en el pálido Vermont. Tampoco es usual que Antonia se sienta alta en este país. Por un instante comprende la confianza en sí mismos que experimentan quienes pueden mirar a los demás desde arriba. Eso es lo que se gana con buena nutrición y atención de salud.

Mario no parece tener la edad necesaria para encargarse del ordeño en la finca de al lado. Roger debe estar infringiendo las leyes que prohíben el trabajo infantil. Pero tal vez tiene problemas mayores. Por ejemplo, el estatus migratorio de los trabajadores de su granja.

Hola, doñita. Ya se conocen. Poco después de su llegada, Mario se cortó la mano con una sierra que no sabía usar. Sangre a chorros y Roger temeroso de llevarlo al hospital, donde el personal de emergencia podía llamar a la oficina del ICE, el organismo encargado del control de migración. En lugar de eso, Roger acudió a ella. ¿No estaba enterado de la muerte de Sam? Yo no soy doctora, le recordó a su vecino.

El asunto no es la herida. Háblele. Tranquilícelo, había explicado Roger. Es un pueblo pequeño. Todo el mundo sabe que la esposa del doctor Sawyer es española.

En realidad, no soy española de España, solía corregirlos ella. Pero ya se había dado por vencida a la hora de explicar los complejos matices coloniales de su etnicidad. Poco después de casarse con Sam, uno de sus pacientes más ancianos la interceptó en la tienda de abarrotes y le preguntó si el doctor la había traído de regreso de alguno de los viajes que hacía como cirujano voluntario, que siempre eran noticia en el periódico local. El doctor Sawyer salvaba al mundo en México, Panamá, la India, la Dominicana, recortando en forma molesta el nombre de su país. También se había dado por vencida a la hora de corregir eso.

Hola, Mario. ¿Qué pasa?

El patrón, contesta Mario, señalando con un movimiento de cabeza la destartalada granja de al lado. Dice que usted necesita ayuda.

Sí, por favor. Sale a pararse en el camino de entrada. La escalera ya está recostada contra la casa. No se ve ni carro ni camioneta que la trajera. ¿La habría llevado cargada a través del pastizal? Debe tener por lo menos tres veces su estatura. Rain gutters, le dice ella, señalando al tejado. Usa la palabra en inglés, no con ánimo pedagógico, sino porque no sabe cómo se les dice en español a esos tubos que recogen lo que se acumula en el tejado.

Hay que limpiarlos, explica. Mi marido… él se encargaba. No encuentra el valor para decir que Sam está muerto.

Mario se quita la gorra y la sostiene contra su pecho. Mi sentido pésame, doñita.

A Antonia se le inundan los ojos de lágrimas. Por alguna razón, las condolencias le llegan más en español. Las raíces son más profundas. En sorbos pequeños, se dice, y con un gesto apunta al tubo bajo el tejado. Avísame cuando termines, ¿okey? Planea pagarle por su labor.

Okey, contesta él, la palabra universal. Pero en lugar de dirigirse a cumplir con su trabajo, se queda de pie ante ella, a lo mejor buscando otra palabra universal.

¿Se te ofrece otra cosa, Mario?

Bueno, doñita, titubea, enseñándole una sonrisa deslumbrante, aunque la dentadura da lástima. Igual que en la República Dominicana, donde a los pobres les faltan piezas dentales y tienen raíces podridas. Toda esa azúcar procesada. Todos tomando Coca-Cola en lugar de los jugos naturales de las frutas tropicales que abundan alrededor. Sí, Mona, “el mundo es feo / y la gente es triste”. Su cerebro está lleno de citas, el pizarrón nunca se borra del todo, y siempre queda la sensación de estar plagiando la sabiduría ajena.

Mario quiere pedirle un favor. ¿A lo mejor, cuando termine, la doñita podría ayudarle a llamar a su novia?

Antonia siente un amago de irritación. ¿Acaso no se merece un periodo de gracia tras una pérdida como la suya? No tiene energía para nada más. En español se habla de “duelo”, que viene de la misma raíz que dolor, un dolor que magulla todo el cuerpo. Más que nadie, Mario debería saberlo. En las culturas de ambos, a una persona en duelo no se le molesta.

La necesidad no entiende de temporadas, diría Sam. A regañadientes, Antonia le dice al joven que está bien.

Mario tiene una pregunta más. ¿Dónde van a poner sus huevos los pájaros, doñita?

A ella le toma un instante comprender. No son nidos, le explica. Es trash, basura. Un nido nace de una intención. Esa es la diferencia entre un hogar y un refugio. ¿Cuál de esas dos cosas es su casa tras la partida de Sam? ¿Un hogar o un refugio? Ojalá aún pudiera preguntarles a sus estudiantes. Ahora está sola con su profunda necesidad de dar con la palabra adecuada.

Durante toda la mañana lo observa desde una ventana y luego otra. A lo mejor se está tardando a propósito para no tener que volver a su trabajo de la granja. O quizás está calculando el tiempo para terminar justo cuando sea el momento oportuno para llamar a su novia en México. Mi novia, dijo, que es algo más que una girlfriend. Su prometida. ¿Qué hora es en México ahora?

Ella no lo supervisa, no, más bien se asegura de que no se vaya a caer. ¿Y si llegara a caerse? ¿Será cosa de pedir ayuda al 911? ¿O de llevarlo al hospital? Mejor al Open Door, un centro de salud que hace honor a su nombre, pues el personal, compuesto casi todo por voluntarios, no discrimina a los pobres, los indocumentados, todos bienvenidos sin más preguntas. Antes de la muerte de Sam, ella solía ir a brindarse como traductora voluntaria para los migrantes. Claro, si era algo serio, en el centro de salud lo mandarían al hospital, donde se cuidan más de los asuntos legales. Allá podrían notificarle al alguacil, que llegaría a toda prisa a Emergencias, con sirenas y luces. O le preguntarían si tiene seguro médico, mientras está tendido en la camilla, desangrándose hasta morir. ¿A quién se le permite el acceso a los servicios de salud? Cobertura universal, solía insistir Sam. Podía echar a perder una cena defendiendo con fervor su ideal. ¿Cómo podemos considerarnos civilizados y negarle el acceso a los servicios de salud a aquellos que no tienen cómo pagarlos? Lo habían invitado a varios programas de televisión locales y a paneles académicos de discusión. Algunos de sus colegas en el hospital empezaron a evitarlo. Pero los médicos más jóvenes, en especial las doctoras, lo consideraban su mentor.

Por supuesto que Antonia estaba de acuerdo con él, aunque le dejaba la tarea de argumentar razones. Todavía, mucho después de haber inmigrado de niña, sigue sintiendo este país como de “ellos” y no suyo. No está en posición de terciar en sus asuntos. Además, Sam era mejor para discutir, apegándose al tema y sin que le asomaran lágrimas a los ojos ni se le trabara la lengua cuando alguien se oponía a sus razones. Con los años, sus opiniones llegaron a coincidir en gran medida. Ella podía saber qué pensaba él con solo mirarlo a la cara, o a partir del tono de su voz cuando hablaba por teléfono en otra habitación. Era grato haber llegado a ese punto con alguien, donde uno ya no tiene que preguntar. Ahora reina un silencio diferente. La radio permanece encendida todo el tiempo. Toma nota mentalmente de aumentar el monto de su contribución a la radiodifusora pública de Vermont en su próximo pago.

Sale a recoger la correspondencia y ve la patrulla del alguacil que se acerca despacio por el camino a su casa. De inmediato se pone alerta, será una reacción instintiva, como cuando una ve una avispa cerca. Repasa una lista mentalmente. ¿Habrá hecho algo indebido? En primer lugar en la lista estaría el joven moreno que está limpiando las canaletas. Pero Mario ya está en la parte trasera de la casa, al fin. Antonia levanta una mano para saludar, como si nada. “Uno puede sonreír, y sonreír, y ser un villano”. ¿Acaso el alguacil podría reconocer esa cita de Hamlet? La mayor parte de los agentes del orden son jóvenes de la zona, cuyas granjas han quebrado. Muchos ni siquiera terminaron el bachillerato, pensando que acabarían dedicados a la granja familiar. Además, tal como solía recordarle Sam con una risita divertida, no todo el mundo anda por ahí con un grupo de personajes famosos hablándole en la mente.

Una vez en la casa, corre a la parte de atrás, abriendo la puerta corrediza de vidrio de la sala. Ven, ven acá, lo llama en español. ¡Rápido, rápido! ¡La migra!, agrega para que se apure. Y surte efecto. Mario se baja a toda prisa de la escalera, tan veloz que se salta un travesaño y corre hacia ella, todavía con un puñado de hojas entre los dedos.

Ella lo hace entrar de prisa, y le señala una silla en un rincón, fuera de la vista desde cualquiera de las ventanas. “Dar albergue a un fugitivo”, la frase le pasa por la cabeza. Sin duda alguna, es lo que Sam hubiera hecho. Él era el osado. Ella, la activista a regañadientes, aunque todo el mundo suponía que era ella la más política, en virtud de su filiación étnica, como si el hecho de ser latina automáticamente le prestara cierta postura radical.

Mario recorre con la vista el cuarto, asustado. ¿Pensará que Antonia le ha tendido una trampa? Alguien llama a la puerta. ¿Quién podrá ser? Tranquilo, quédate aquí, lejos de las ventanas. En la entrada, la camioneta de UPS ya va arrancando. El libro que pidió por correo y que se supone que le ayudará con el duelo yace sobre la alfombrita de bienvenida. Antonia revisa el camino una vez más: la patrulla del alguacil se ha detenido en donde Roger. ¡Qué bien que Mario esté con ella! Pero, entonces estará José, el compañero de Mario, tal vez limpiando los establos o mezclando el alimento del ganado o, si está en un momento de descanso, a lo mejor está dormitando u oyendo sus cintas de música mexicana en el remolque detrás de la granja.

Mientras Antonia observa, el alguacil vuelve a subirse a la patrulla y sigue por la carretera, doblando a la derecha en el ramal, hacia el ruidoso puente en donde hay un espacio para estacionarse. Debe ser su hora de almuerzo, que llevará en una neverita a su lado, o tal vez esté con alguien a quien no puede invitar a casa. Antonia ha oído que es divorciado y vive con su madre.

Años atrás, Mona los había convencido, a Sam y a ella, de que hicieran una donación anual al fondo de la comisaría local. Luego les mandan una calcomanía, explicó. Y la ponen en el vidrio del carro. Y con eso, les prometo que nunca más les volverán a poner una multa.

Muy lista, su hermanita Mo-mo. Pero Sam tenía sus reservas. Ha de ser otra de las teorías de tu hermana. Probemos por un año, le dijo Antonia. Convencido de que era un error, Sam pegó la calcomanía en el Subaru.

Eso había sido cinco años atrás. Desde entonces, no les habían puesto ni una multa. A veces otras personas pueden tener la razón, le recordó ella. Al decir “otras personas” se refería a sus hermanas, a sí misma.

Jamás dije que no fuera así. Era muy rápido con sus respuestas, y tenía razón, incluso con respecto a no tenerla siempre.

Roger viene a recoger a Mario. ¿Qué se puso a hacer? ¿Está instalando un nuevo tejado, o qué?

Ella asume la culpa. Lo hizo entrar. El alguacil andaba al acecho.

Pasó por mi casa también, preguntando cómo iba todo. Alguien se fue de la lengua. Roger la mira fijamente, así que ella siente que tiene que recalcar que no le ha dicho nada a nadie. ¿Por qué iba a poner en riesgo a alguien como ella?

Roger se encoge de hombros. Un gesto que abarca a todo su género. Mujeres. Todo el tiempo hablando. Hablan mientas las peinan; mientras esperan en la fila de la tienda de comestibles; hablan cuando pasan a recoger el pavo para la cena de Acción de Gracias en el puesto de venta que él monta junto a la carretera.

Está en la sala, dice Antonia, haciéndose a un lado para que Roger pueda entrar, mientras le mira las botas embarradas. Piensa si debía pedirle que se las quitara, ya que parece no haber captado la insinuación que plantean los zapatos alineados bajo los ganchos del perchero en el vestíbulo. ¡Sería como pedirle que se desvistiera! No hay manera de que ese curtido granjero de Vermont vaya a andar por la casa en medias.

Mario no está en la sala, donde ella lo dejó, pero hay un puñado de hojas sobre el asiento del rincón.

¡Mario!, lo llama. Es el patrón. A Roger le explica que tal vez se asustó. Le dije que era la migra.

Roger suelta un sonoro suspiro. Estas mujeres tan exageradas. ¡Mario!, lo llama con voz autoritaria. Ambos oyen pisadas que se acercan por el pasillo. Otro que no se quitó los zapatos. Pero lo que le molesta a ella es que Mario se haya tomado la libertad de ir hacia el área de las habitaciones, que es la parte privada de la casa.

¿Tomarse la libertad, dijiste? La hubiera cuestionado Sam. ¿Qué quiere decir eso de tomarse la libertad cuando te enfrentas a la deportación?

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Me agarró el miedo, dice Mario, como si el propio miedo lo hubiera alcanzado con sus manos. Como solía decir ella en sus clases, la personificación no es solo un fenómeno literario. La literatura debe ejercer su propia influencia en el mundo real, si no, no nos sirve de nada. No solo Sam podía acabar profundamente agitado en las cenas. Mario se sujeta los brazos, tal vez para evitar el temblor que lo recorre. La pulsera de hilo rojo que usa como talismán en la mano izquierda cuelga desanudada. Buena suerte y protección, le explicó él entre muecas de dolor mientras ella le vendaba la herida de la sierra. De mucho te sirvió, pensó ella, sin decirlo, concentrada en prestarle primeros auxilios, tal como había aprendido de Sam con los años. Había sentido una oleada de ternura en ese momento, y ahora también, al ver a este niño-hombre que cree que es capaz de domar dragones con una tira trenzada de hilo rojo. Aunque no es muy distinto de lo que hace ella con su provisión de saludables citas literarias. Tranquilo, tranquilo, lo calma. Estamos en Vermont. Aquí no se tortura a los prisioneros. Él la mira, y no parece muy convencido. El mundo está loco. Quién sabe qué puede llegar a hacer la gente enojada.

Tal vez sería bueno que esperara un poco para llevárselo, le aconseja a Roger. Si no lo necesita ahora mismo, a mí me serviría su ayuda para unas cuantas cosas. Hay que lavar las ventanas, sacar del cobertizo los muebles del jardín. Elabora una lista de tareas improvisadas para aplazar su partida. Más vale no decir nada de la llamada prometida.

Roger pone mala cara, mirándolos a los dos de arriba abajo, seguramente pensando que traman algo. Okey, pero necesito llevarme la escalera. Roger sale por la puerta del frente y, poco después, su camioneta se mete al patio de atrás, donde ella está esperando junto con Mario. Una vez que los dos hombres cargan la escalera en la camioneta, Roger apunta a su muñeca izquierda, al lugar en el que llevaría el reloj, si usara alguno. Deberás estar de regreso para el ordeño de la tarde.

Sí, patrón, sí, responde Mario en español, con una voz tan sumisa que a Antonia le duele oírla.

Roger se aleja, con la escalera asomando fuera de la cama de su camioneta. Antonia nota la tira de plástico rojo atada a un extremo para alertar a los demás carros de que lleva carga que excede el tamaño del vehículo.
 

Mario se saca la billetera del bolsillo trasero del pantalón. Tiene un monograma: RL, ¿Ralph Lauren? Una marca lujosa paa un hombre pobre, pero sucede que la mayoría de estas marcas tienen versiones piratas, imitaciones baratas que venden migrantes con gorras de lana en las calles de las grandes ciudades, anunciando su mercancía con acento de Haití, de México, de Etiopía y de otros países que ella no sabe dónde ubicar en el mapa. Burkina Faso fue el último que la tomó por sorpresa. Recuérdame dónde queda, le pidió a Sam, como si lo hubiera olvidado por unos momentos. No quería que él la molestara por una deficiencia más de su educación primaria dominicana, agregando su precario sentido de la geografía a sus deplorables habilidades matemáticas. Sam no la dejaba ni cuadrar la chequera.

En uno de los compartimentos de la billetera de Mario hay un gastado trozo de papel. Está a punto de desintegrarse de tanto doblarse y desdoblarse. Mario se lo tiende. Dice “Estela”, con una letra tosca, y luego un código de área y un número de teléfono. ¿Eso es todo?, pregunta ella y él asiente. Pensé que para llamar a México se necesitaban más números. Sí, así es, pero no está en México, sino en Colorado. Por su manera de pronunciarlo, parece el nombre de un estado mexicano. Pero no, su novia ya cruzó la frontera. Ha tenido algunos problemas para que la dejen irse por su cuenta. Los coyotes se han negado a subirla a un autobús rumbo a Burlington.

¿Un autobús para atravesar el país ella sola?, le pregunta Antonia. ¿Habla inglés? ¿Tiene pasaporte? ¿Qué pasa si se la llevan presa? Más aún, ¿viene con la aprobación de sus padres? ¿El patrón ya lo sabe?

La novia no habla inglés. No tiene pasaporte. No tiene más que a su madre y sus hermanas menores. El padre murió y no tiene hermanos que la defiendan. Los coyotes la traerían hasta la propia puerta por una cantidad de dinero que Mario no tiene. Muchos han hecho el viaje sin problemas en el autobús. Mario responde a todas las preguntas de la doñita sin inconvenientes. Pero luego llega a un punto y aparte. Aquí está su dragón: el patrón. El señor Roger es un hombre de corazón duro, explica Mario, y la mira para ver si ella está de acuerdo, antes de responder y admitir que el patrón no sabe que la novia de Mario está por llegarle a la puerta de la casa para vivir con él.

Antonia mira su rostro juvenil, los pómulos prominentes, los rasgos definidos. Dieciocho, le dijo, la misma edad que sus estudiantes de primer año en la universidad. Pero, aunque tiene el cuerpo grácil de un muchacho, los ojos de Mario son los de un alma vieja, con el iris café que llena casi por completo la órbita, dejando apenas un fino borde blanco a la vista, como el sol antes de un eclipse total. Si la sigue mirando así, ¿acaso va a quedar ciega? Y a pesar de su corta estatura, Mario podría matarla, de un tajo en la garganta. Esa idea inquietante la toma por sorpresa. En esta vida después de Sam, le sucede cada vez con más frecuencia que las cosas que antes no representaban peligros, ahora sí resultan potencialmente peligrosas. No es de extrañar que todas las religiones recomienden cuidar a las viudas. Viudas. ¡Qué palabra! Amiga, novia, esposa, viuda.

¿Qué le vas a decir al patrón?

Mario baja la cabeza cual niño arrepentido. ¿Será que la doñita puede ayudarle con eso?

¿Y por qué iba a escucharme a mí el patrón? Escasamente lo conozco. Somos vecinos, nada más. Antonia detecta la voz de regaño de su madre brotar de su boca. No quiere hacerle reproches, que ya está bastante preocupado. Pero no puede evitarlo, es como un impulso agresivo de seguir atacando sin importar que la víctima ya haya caído. Y si le pregunto al patrón y dice que no, ¿qué vas a hacer entonces?

No hace falta que Mario responda, porque lo que está pensando lo tiene pintado en la cara. Ya ha visto esta parte de la casa con sus tres habitaciones: el estudio de ella, el dormitorio principal y uno para huéspedes. ¿A lo mejor eso es lo que estaba haciendo cuando se tomó la libertad de explorar, buscar alojamiento para su novia?

¿Hay algo más que necesites?, Antonia cometió el error de preguntar. En circunstancias similares, ¿no llegaría ella a pedir lo mismo? Era una pregunta como para Sam. Si un día volvía a ir a una cena, no a las cenas obligadas a las que la habían estado invitando amigos y familiares, sino una por voluntad propia, con una buena charla vivaz, entonces lanzaría la pregunta. ¿A quién le pedimos ayuda cuando ya nos hemos quedado sin más opciones?

Le entrega el teléfono a Mario y sale de la habitación, no solo por respetar la privacidad de él. No puede soportar el oír las voces alegres de los enamorados que vuelven a comunicarse.

Doñita, la llama Mario, hacia el área de habitaciones cuando ella ya ha desaparecido. Mi novia quiere darle las gracias.

¿Darle las gracias por qué? Antonia no se ha comprometido a nada de nada. Pero ¿cómo va a negarse a hablar con la joven? ¿Qué es lo mínimo que uno le debe a otra persona? Otra pregunta para una cena.

Doñita, muchísimas gracias. La joven se oye tímida, asustada, su voz es apenas más audible que un susurro. Y, a pesar de eso, ha tenido las agallas de hacer el arriesgado viaje hacia el norte desde el extremo sur de México, de donde Mario le ha dicho que procede él, a través de todo el país, para cruzar la frontera, atravesar el desierto, enfrentarse a la migra, a traficantes de dudosa reputación, a compañeros de viaje. Todos los dragones.

Gracias, gracias, no deja de decir la joven. Su gratitud es difícil de soportar. No hay de qué, responde Antonia, una expresión más acertada que la misma contestación usual en inglés: you are welcome, adelante, no es molestia. Pero ella no ha hecho nada por lo cual haya que agradecerle.
 

Se pregunta si debe mandar a Mario de regreso a través del pastizal de atrás de su casa, junto a la hilera de árboles, a cubierto de las miradas desde la carretera. Eso podría darle a entender a él que no está dispuesta a que le pidan más favores, como arreglar los detalles del boleto de autobús, recoger a Estela en Burlington y conseguirle ropa de invierno.

Pero Antonia termina por ceder, como le sucedió siempre con Sam, el policía bueno, que parece estar resucitando en ella. Una parte de nosotros desaparece cuando nos deja un ser querido, ahora lo sabe bien, pero luego de un tiempo, los que nos dejan regresan, y nos traen con ellos de vuelta. Entonces, ¿a esto se reduce la vida después de la muerte? ¿A que quienes amaron a Sam se vean inclinados a hacer actos inspirados por él?

Lleva a Mario a la granja y una vez allá decide dar el paso y terminar de una vez con eso. Golpea la puerta trasera de donde Roger, pues nunca ha visto que nadie entre ni salga por la puerta del frente en los treinta años que ha vivido en este lugar. Este no responde, y Antonia siente alivio. Ya ha cumplido con su parte.

Mario la espera junto al carro. También se ve aliviado. Tal vez sea mejor que la doñita hable con el patrón una vez que la novia llegue…

¿Y dónde la vas a meter si te dice que no?, le pregunta ella, enojada.

En ese momento, Roger sale del establo. También se ve molesto. A lo mejor se peleó con una de las vacas, o una vieja pieza de maquinaria se estropeó, o José la rompió, o… ¿acaso necesita tener una razón? Siempre parece de mal humor. El típico viejo granjero de Vermont. Tal vez facilita las cosas eso de poder encasillar a alguien con una etiqueta o un tono de llamada. ¿En dónde encajaría Sam? En dónde hubiera encajado, debe corregirse. ¿Y ella? ¿La viuda inconsolable? ¿La quejumbrosa? ¿La viuda sabia? ¿Qué tipo de viuda quiere ser?

Antes de que acabe de explicar la petición de Mario, Roger ya está haciendo gestos de negativa. No, dice, N-O, la misma palabra en inglés y en español. Roger le lanza a Mario una mirada fulminante, y el otro da un paso atrás, como si el fuego que lo calienta de repente se hubiera avivado y una llamarada pudiera quemarlo.

Ya tiene suficientes problemas con esos dos. Más vale que este empiece a empacar sus cosas.

No hace falta que le traduzca esto a Mario. Lo que dice Roger es muy claro. El patrón es un hombre de corazón duro, dijo el mismo Mario.

Pero la amiga ya viene en camino, suplica Antonia.

Es problema de él y no mío, dice Roger, con la cara colorada. No te di permiso, le grita a Mario, que se encoge de miedo. A Roger se le ensanchan las fosas nasales, se inclina hacia delante, con la frente baja, como un toro que busca la roja capa. Entonces se le pasa por la cabeza a Antonia que las personas a veces se parecen a ciertos animales. Si Roger no se calma, va a terminar sufriendo un ataque al corazón. ¿Qué tal que Antonia tenga que terminar llevándolo a Emergencias? ¿Desde cuándo se ha vuelto la vida tan difícil? ¿Fue antes o después de la muerte de Sam?

Roger marcha hacia el remolque, pisando fuerte. ¿Qué estará planeando hacer? ¿Sacar todas las cosas de Mario y tirarlas afuera?

Dígale al patrón que voy a buscarle otro sitio, le pide Mario. Por favor.

¡Roger!, lo llama Antonia, y como no se detiene, corre tras él. Mario va a buscarle otro sitio donde quedarse.

Roger se da la vuelta, midiéndola con la mirada, por si se trae algún truco. ¿Y dónde la va a meter? ¿En su casa?

Es el turno de Antonia de negar con la cabeza. No puedo hacerme cargo de algo así en este momento. Ya tengo suficientes problemas.

Roger la mira, con ojitos malvados hundidos en cuencas hinchadas, como los de los cerdos que engorda para matarlos y venderlos en su puesto de la carretera. Hay gente que viene desde la ciudad a comprar la tocineta y las chuletas, el pavo de Acción de Gracias, los huevos que no puede vender como orgánicos porque tendría que pagarle a una compañía para que hiciera una investigación y certificara que efectivamente lo son.

Ustedes son los que se la pasan diciendo que todos son bien-venidos. Roger la señala. Debe referirse a Sam. Años atrás, Roger había puesto un letrero junto a su buzón, “Take Back Vermont”… Hagamos que Vermont sea nuestro de nuevo. De nada sirve señalar la ironía, ahora contrata mexicanos. Las personas caen en paradojas cuando su bolsillo se ve afectado. Sam había respondido con su propio letrero, un juego de palabras en el que cambió solo una: “Take Vermont Forward”… Hagamos progresar a Vermont. Sobra decir que los dos vecinos no se soportaban uno a otro.

El doctor Sawyer siempre fue de buen corazón, sale Roger a acusar a Sam.

Antonia siente que la furia crece en su interior. Este tipo no tiene el menor sentido de delicadeza. ¿Tal vez nadie le dijo que Sam murió de un aneurisma en la aorta? A pesar de sus esfuerzos, la ola la alcanza, la furia se transforma en lágrimas, sollozos que parten el alma de alguien que ha estado conteniendo su tristeza y sus miedos durante meses. Los dos, Roger y Mario, van hacia ella, uno por cada brazo, como si estuviera demasiado débil para mantenerse en pie.

No hay necesidad de lloriquear, dice el granjero con aspereza. La joven puede quedarse. Una semana, como mucho. Una semana no más, agrega, cuando a ella se le ilumina la cara de alivio. Roger frunce el ceño, agotado con el esfuerzo de haber extraídos ese gesto amable del fondo de su ser. Es un milagro que esos sentimientos pervivan en su corazón endurecido. Lo cual demuestra que Roger no es exactamente lo que pensábamos, habrían comentado ella o Sam más tarde.

Veremos. Qué será, será. Otra vez Mami. ¿Será que ahora van a resucitar todos los difuntos?
De vuelta en su casa, encuentra un mensaje en la contestadora. Doñita, por favor dígale a Mario que el coyote pide más dinero para soltarme. La voz de la joven se oye temblorosa. Y luego un hombre dice a gritos: Si quieres que soltemos a tu novia, más te vale que nos mandes lo que nos debes.

Antonia marca ese número una y otra vez, pero nadie contesta.

¿Ahora qué? ¿Regresa a la granja a contarle a Mario? ¿Acaso no dijo que todo estaba ya pagado menos el boleto de autobús? A lo mejor los coyotes están molestos porque Mario no quiso el paquete completo puerta-a-puerta. ¿Quién sabe? Mario, Estela, José… todos viven en la tierra de los dragones, una tierra de nadie, más allá de las comunidades cercadas de quienes sí pertenecen.

Dejemos las cosas así y no nos metamos en más honduras. Antonia ya hizo todo lo que podía. Pero al acostarse a dormir, la inquieta y a la vez la irrita pensar en Sam, más que nada, por haberla dejado sola a la hora de pelear por las cosas en las que ambos creían.

Si quieres que me convierta en una mejor persona, vuelve y ven a ayudarme, le dice a la oscuridad de su cuarto. Busca con ojos de águila el menor indicio de algo. El aparato que recircula el aire zumba al ponerse en funcionamiento. Las luces exteriores se encienden, puede ver el resplandor desde la ventana del dormitorio. Sam hizo instalar esas luces con sensor de movimiento, pensando que así evitaría que los venados se metieran en su huerta. Pero son impulsivas, demasiado sensibles, y basta con que una ardilla pase a la carrera para que se enciendan, o que el viento del norte sople con fuerza. La vuelven loca. Le hacen preocuparse a cada momento, preguntándose si será un intruso. Y más ahora. En los campos que rodean su casa, los perros salvajes han empezado a aullar. El ruido es inquietante, aunque no sobrenatural, pues forma parte de la naturaleza.

¿Hay algo más que necesites?, le había preguntado a Mario. Una pregunta de rigor en los círculos en los que ella se mueve, pero en algunas partes del mundo, sobre todo entre los más necesitados, todo lo que otros tiran se recicla, se vuelve a usar. Las luces se encienden una y otra vez. Luego se apagan. Mañana, que en realidad ya es hoy, llamará al electricista que las instaló para que las quite. Quiere luces exteriores que pueda encender y apagar ella misma. El mundo está loco, pero no hace falta que nos alerte cada vez que un dragón se acerca.

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