Vida Sana
Mi tío y mi madre murieron con unos 18 meses de diferencia. En ambas ocasiones, recibí una generosa herencia.
No en dólares, sino en fotos familiares. Las fotos llenaban cajas de zapatos, sobres de papel manila y bolsas de plástico del supermercado, la mayoría sin anotaciones y sin ningún orden. Abrumado, las guardé en el sótano y traté de no pensar en ellas.
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Luego llegó la COVID-19 y meses de confinamiento. Decidí que, si alguna vez iba a examinar las cajas, este era el momento. Distribuir las fotos sobre la mesa del comedor fue como organizar una exposición de fotografías del siglo XX para un museo. Las fotos iniciales se trataban de retratos de mis abuelos en tonos sepia intensos, seguidas de imágenes borrosas en blanco y negro tomadas con la antigua cámara Kodak Brownie de mi padre. El siguiente grupo incluía imágenes que mi padre tomó después de comprar una cámara Kodak Instamatic con cubo de flash. Estas eran en color y de una calidad ligeramente mejor.
Cuando empecé a ordenarlas, me di cuenta de que mi hermana y yo ahora éramos los historiadores de la familia. Era nuestra responsabilidad asegurarnos de que otros supieran quiénes eran todas las personas de las fotos —sus antepasados—. Fue entonces cuando comencé la costumbre de los "jueves retro". Todos los jueves seleccionaba cinco de estas viejas imágenes y sacaba una foto de cada una con mi iPhone. Escribía un poco sobre cada una: quiénes aparecían en la foto, cuál era su parentesco y cómo eran. Luego se las enviaba por mensaje de texto a mis sobrinos, y a sus hijos. (No las enviaba por correo electrónico. La juventud de la generación Z detesta el correo electrónico).
Cuando envié una foto de mi padre en el Ejército, expliqué que durante la Segunda Guerra Mundial, fue asignado a Governors Island en Nueva York. Una noche se ausentó sin permiso para visitar a una mujer que acababa de conocer. La policía militar lo capturó y recibió 30 días de confinamiento en el cuartel militar. Finalmente se casó con esa mujer, mi madre.
Cuando envié un retrato de mi tío Danny, escribí sobre la ocasión en que invitó al párroco de su iglesia a cenar langosta. Era un día caluroso, Danny había tomado una copa de más, y cuando llegó la hora de la cena, mi tío, algo embriagado, tropezó y la langosta salió volando por encima de la mesa y cayó sobre el piso. (Treinta años después, mi tía todavía no lo había perdonado completamente).
Y durante el transcurso de este divertido proyecto, digitalicé las mejores fotos sin aburrirme en absoluto.
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