Vida Sana
No podía creer que los pies se me pudieran doblar así. Se me torcían por el tobillo, de modo que las plantas se volvían una hacia la otra en ángulos de 45 grados, lo que los médicos llaman supinación. Por eso, tenía que caminar —cuando podía— sobre la orilla externa de los pies.
A los 6 años me diagnosticaron displasia epifisaria múltiple, una rara enfermedad genética (uno de cada 20,000 nacimientos) que comparto con el actor Danny DeVito. Básicamente, mis huesos se deforman en las articulaciones de todo el cuerpo. Imagina que son como engranajes rotos que se machacan entre sí, cada vez más deteriorados por la edad.
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De niño iba en bicicleta por todo el valle de San Fernando, en Los Ángeles. En la Universidad de Boston, recorría el kilométrico campus de la ciudad de punta a punta. Acepté un trabajo como escritor y editor en Knoxville, y ahí conocí a la que ha sido mi esposa desde hace 36 años. Tuvimos tres hijas, y yo las tiraba en la piscina y jugaba a ser Papá Tiburón en la playa. Profesionalmente, escribí y edité numerosas publicaciones, y fui coautor y editor de dos libros de viajes. Con un amigo, fundé una empresa de comunicación y mercadeo, y viajé por el Sur y el Medio Oeste, haciendo presentaciones y cerrando tratos.
Pero cuando tenía 53 años, todo se vino abajo. Fue entonces cuando se me empezaron a doblar los pies y de repente necesitaba una silla de ruedas para desplazarme. Mi agencia de mercadeo me pagaba un sueldo de seis cifras, pero ya no podía viajar. Le vendí a mi socio mi mitad del negocio por $1 y tuve que jubilarme por discapacidad.