Vida Sana
Jenyce Gush era una adolescente que había faltado ese día a la escuela en Dallas. Dean Kahler era un estudiante universitario que iba caminando a clase. Clara Jean Ester era una joven con la esperanza de conocer a un héroe en Memphis. Todas eran personas comunes que vivieron un evento extraordinario. A continuación podrás leer la historia de personas como nosotros que presenciaron la incorporación de una página —o incluso un capítulo— a la historia de nuestro tiempo.
La muerte de un presidente
Jenyce Gush, 73, directora de servicios voluntarios del Centro de Suicidio y Crisis en Dallas, habla sobre el asesinato de John F. Kennedy.
El 22 de noviembre de 1963 una amiga y yo decidimos faltar a la escuela. Sabíamos que el presidente estaba de visita en Dallas y que su caravana pasaría por Lemmon Avenue. Yo tenía 15 años y estudiaba en Rusk Junior High. Toda la ciudad desbordaba de entusiasmo. Era lo más emocionante que jamás hubiera visto. Yo estaba parada al borde de la acera en Lemmon Avenue, con grandes rulos de color rosa en el pelo, cuando vi al gobernador de Texas, John Connally. Y de pronto, ahí estaban ellos, el presidente y la primera dama en una limusina Lincoln descubierta.
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Yo estaba maravillada. Vivíamos en plena era de Camelot. Nunca había habido un presidente como John F. Kennedy ni una primera dama como Jackie. Me sorprendió que estuvieran en un auto descubierto, que no hubiera ninguna protección antibalas. Pero en lo que más pensaba era en lo atractivo que era el presidente. Llevaba una camisa a rayas y sus cejas eran muy pobladas. Miré a Jackie, que era la encarnación de la belleza, con el lápiz de labios que hacía juego con su traje rosa. Los saludé con la mano, y entonces los ojos del presidente Kennedy se fijaron en mí, porque me veía ridícula con esos grandes rulos rosas en el pelo. Me saludó con la mano.
Una media hora después de haber visto pasar al presidente, de pronto vi una mujer que gritaba en forma descontrolada frente a lo que en ese entonces era la farmacia Skillern. Gritaba: “¡Lo balearon! ¡Lo balearon!”. Pensé que estaría hablando de algún conocido de ella, un familiar o algo así.
“¿A quién balearon?”, pregunté.
“¡Balearon al presidente!”.
“No, no”, dije. “Lo acabamos de ver”.
Entré a la farmacia Skillern y vi a la gente apiñada frente a un televisor. Nadie hablaba. Todo era surrealista. Entonces escuché a Walter Cronkite pronunciar esas palabras imborrables: “Desde Dallas, Texas, la noticia, aparentemente oficial, de que el presidente Kennedy falleció a la 1 p.m. hora estándar del centro, 2 p.m. hora estándar del este, hace aproximadamente 38 minutos”.
Pensé que eso no podía estar sucediendo. Durante días, fue el único tema de conversación de todos. Fue una época muy oscura para el mundo entero. Mi madre había trabajado antes como mesera para Jack Ruby en el Carousel Club. Así que cuando arrestaron a Lee Harvey Oswald y una cámara de televisión capturó a Jack Ruby cuando le disparaba a Oswald, fue realmente increíble. Al poco tiempo el FBI llamó a nuestra puerta. Yo abrí, y había dos agentes con credenciales de identificación. Me asusté mucho, les cerré la puerta en la cara y corrí a buscar a mi madre, que estaba durmiendo. “¡Mamá!”, dije. “¡Dios mío! ¡Está aquí el FBI! ¿Ustedes mataron al presidente?”. De algún modo, mi mente joven había saltado a esa conclusión. Por supuesto, ella no tenía nada que ver.
En retrospectiva, fue algo que uno nunca imagina que podría pasar, y mucho menos en su ciudad.
La balada de Lady Diana
Mary Robertson, 78, amiga insólita de la princesa, habla sobre el día del funeral.
En 1980, la empresa en la que trabajaba mi esposo, Exxon, lo transfirió a Londres. Antes de partir, una vecina me dio el nombre de una agencia que ella había usado durante su estadía en Londres para encontrar una niñera. Yo iba a trabajar a tiempo parcial en un banco y necesitaba ayuda con Patrick, mi hijo de seis meses. Llegamos a Londres y me comuniqué con la agencia, que se llamaba Occasional & Permanent Nannies. “Aquí hay una”, dijo la mujer al teléfono. “Su nombre es Diana Spencer”. Y esa joven se presentó para una entrevista. Tenía 18 años. El nombre Diana Spencer no significaba nada para mí. Nos conectamos muy bien desde el principio y la contraté de inmediato, sin siquiera verificar sus referencias. Durante todo el año siguiente, Diana vino a mi casa dos días por semana. Teníamos una relación muy íntima. Yo la llamaba Diana y ella me llamaba Sra. Robertson.
Un día encontré un comprobante de depósito de un banco sobre el sofá de la sala. El recibo era de Coutts, el banco de la aristocracia y la familia real. Y el nombre que aparecía era Lady Diana Spencer. Yo sabía que ese era un título importante. Así que tomé el comprobante de depósito y lo llevé al banco donde trabajaba, y allí buscamos “Lady Diana Spencer” en un libro sobre la aristocracia. Parecía simplemente imposible, y una de las empleadas británicas del banco dijo: “Tú eres fantástica. Pero no hay forma de que alguien de su categoría trabaje para una estadounidense común como tú”.
Diana había estado llevando a mi hijo a Kensington para que jugara con la pequeña hija de su hermana. Nunca me dijo que “Kensington” quería decir el Palacio de Kensington, porque su hermana estaba casada con el secretario privado asistente de la reina. Cuando nuestra familia retornó a Estados Unidos, comenzaron a llegar las pequeñas cartas azules por vía aérea. Ella quería compartir lo que estaba sucediendo en su vida y decirnos cuánto nos extrañaba a Patrick y a mí. Por supuesto, yo leía en los periódicos las noticias sobre su relación con el príncipe Carlos. Entonces, un día de febrero de 1981, sonó el teléfono. Era una amiga de Londres. “¡Tu amiga lo logró!”, dijo. Salté literalmente de alegría. Luego, llegó otra nota: “Por supuesto”, decía Diana, “recibirán una invitación para la boda”. Fuimos a la boda y también a una fiesta fabulosa en el Palacio de Buckingham dos días antes. El príncipe Carlos no pudo ser más amable. Yo creí en el cuento de hadas. Pensé que todo iba a salir maravillosamente. Durante el resto de la vida de Diana, nos escribimos y nos vimos cuando pudimos. Yo sabía que ella estaba pasando momentos difíciles. La última vez que la vi fue en un almuerzo privado en el Palacio de Kensington, solo ella, yo y mis dos hijos. La comida no era ideal para niños, pero Diana le cortó el pollo hojaldrado a mi hija Caroline. Caroline se enamoró. Esta era una princesa de verdad.
Una noche, en agosto de 1997, yo estaba despierta a las 2 de la mañana porque habíamos tenido una reunión familiar. Una amiga me llamó: “Mary”, dijo, “enciende el televisor. Diana acaba de morir en un accidente de auto en París”. Yo corrí abajo, puse CNN y miré las noticas durante horas. Todo parecía tan irreal. Nunca sabré quién pensó en invitarnos al funeral. Diana era la única persona de la familia real que conocíamos. Pero recibí una llamada de lord Chamberlain quien me extendió la invitación. El dolor era tan real que podía palparse. Allí, en la Abadía de Westminster, yacía ese pequeño ataúd solitario cubierto con un manto y flores, y la enternecedora nota del príncipe Harry que decía “Mami”. Elton John cantó una canción, y después oímos algo que parecía lluvia. Pero era un soleado día de septiembre. Me di cuenta de que había una multitud de personas fuera de la iglesia, y aplaudían en honor a Diana. Cuando los soldados retiraron el ataúd de la iglesia, hubo un silencio de muerte. Todo lo que se oía era el ruido resonante de sus pasos. Fue verdaderamente desgarrador.
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