Vida Sana
Nuestro perro Woody tenía 12 años cuando murió la semana pasada. Su presencia en nuestra familia nos tranquilizó en algunos momentos muy duros, tristes y sobre todo maravillosos. Cuando se trataba de amor incondicional, daba lo mejor que podía.
Nunca tuve una mascota de niña, así que confieso tímidamente que ponía los ojos en blanco a escondidas cuando la gente hablaba de lo desconsolados que estaban cuando su animalito murió. Quiero disculparme con cada una de esas personas.
Woody comenzó a tener menos energía en agosto. Dejó de saltar cuando entrábamos por la puerta. Hace dos semanas, sin que yo lo comprendiera del todo, comenzó el proceso de su muerte. Dejó de comer, no quería caminar y se tambaleaba cuando se paraba. Las piernas no lo soportaban y todo estaba ahí en su mirada. “Ha llegado la hora”, decían sus ojos. “¿Puedes dejarme ir?”.
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Y así lo hicimos. La COVID-19 significó que no podíamos estar todos juntos en el consultorio del veterinario, así que elegimos un servicio veterinario móvil. Con nuestras tres hijas en casa, los cinco rodeamos a Woody en su propia cama. Lo acariciamos y lo abrazamos, llorando. Le dijimos cuánto lo amábamos y luego sollozamos un poco más. La tranquila facilidad de su muerte nos dejó a todos desgastados pero completos. No habríamos cambiado nada. Y el proceso de pérdida y duelo desgranó los dos caminos muy diferentes que había experimentado con la muerte de un ser querido: lo que podría haber sido y lo que fue.
Un lento deterioro
Cuando la enfermedad de Alzheimer empezó a afectar lentamente al cerebro de mi padre a sus sesenta y tantos años, sus tres hijas lo vimos desvanecerse. Anhelaba que articulara lo que era tan evidente: que las luces se le apagaban gradualmente dentro de la cabeza. Si hubiera sido capaz de reconocerlo, si hubiéramos podido expresarlo, es probable que todos nos hubiéramos sentido más tranquilos.
Sin embargo, su declive siguió siendo el elefante en la habitación; avanzaba a un ritmo lento y pesado hacia un final innegable. Nos habíamos convertido en expertas en evitar la palabra Alzheimer en su presencia cuando pasó de vivir de manera independiente con mi madre a la sala de cuidado de la memoria en el centro de vida asistida, y finalmente al hogar de ancianos. Después del largo viaje para visitarlo, entraba en su habitación y me encontraba con una persona suspendida en un continuo de tiempo cambiante, sin comprensión del día o de la hora. Estaba ahí, en sus ojos.
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