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Esto es lo que sienten quienes tienen síntomas persistentes tras librarse de la COVID-19

4 adultos mayores detallan los misteriosos y debilitantes síntomas que han permanecido durante meses después de la infección de coronavirus.


spinner image Ilustración de una mujer sola dentro de una casa mirando por una ventana
MALTE MUELLER/GETTY IMAGES

Si bien muchas personas que contraen el coronavirus se recuperan por completo en unas semanas, algunos sobrevivientes de COVID-19 continúan teniendo síntomas debilitantes que perduran meses después de la infección.

Se los llama “pacientes con síntomas persistentes” y hay miles en todo el país. Estos síntomas incluyen dificultad para pensar con claridad, dificultad para respirar, fatiga, debilidad muscular, palpitaciones y alteraciones del estado de ánimo y del sueño. Muchos no han podido volver a desempeñar sus actividades cotidianas habituales.

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Un estudio (en inglés) reveló que el 75% de los pacientes hospitalizados por COVID-19 todavía presentaban síntomas seis meses después de recibir el alta. Sin embargo, los síntomas persistentes no solo afectan a quienes fueron hospitalizados, sino también a algunas personas que tuvieron solo una leve infección inicial y continúan lidiando con los efectos meses después.

Muchos forman parte de un grupo virtual de apoyo llamado Survivor Corps (en inglés), en el que más de 155,000 adultos comparten información, consejos y apoyo.

Además, en todo el país se han abierto clínicas especializadas para pacientes que tuvieron COVID-19 a fin de recopilar datos, estudiar la enfermedad e investigar formas de ayudar a quienes presentan estos síntomas persistentes. Es una tarea difícil, porque los síntomas afectan todos los sistemas del organismo y también porque los casos pueden variar considerablemente.

A continuación, cuatro adultos mayores comparten su experiencia con los síntomas persistentes tras haber contraído COVID-19:

“El virus me envejeció veinte años”

Christy Hutchison, 50 años, Woodland, California

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Cortesía de CHRISTY HUTCHINSON

Christy Hutchison cree que contrajo el coronavirus en marzo cuando viajaba por trabajo, justo cuando aparecían los primeros casos de COVID-19 en el país.

Por suerte, su caso no fue grave y logró volver a sentirse ella misma en solo tres semanas. Para celebrarlo, retomó sus caminatas diarias, y en abril recorrió entre 5 y 9 millas por día.

“Me dije 'bueno, lo he superado y ahora tendré anticuerpos. Voy a recuperar la salud'”, recuerda Hutchison.

Luego, a principios de mayo, aparecieron nuevos síntomas: una tos profunda y seca. Hinchazón en los pies y los ganglios linfáticos. Un vértigo tan intenso que tenía que dormir sentada. Y un agotamiento absoluto.

“Era como si me hubieran quitado una reserva de energía”, dice. Sentía una opresión constante en el pecho. La frecuencia cardíaca se disparaba en momentos inesperados. “Podía estar recostada en el sofá mirando televisión y mi pulso se aceleraba a 160 latidos por minuto”, señala. “Sentía terror, pensaba que iba a tener un ataque cardíaco”.

Hutchison consultó con muchos médicos que le indicaron diversos estudios. La examinaron, la escanearon, le hicieron preguntas y le recetaron medicamentos.

Una noche de noviembre, se despertó empapada en sudor con un dolor punzante entre los omóplatos. Pensó que se trataba de acidez estomacal, pero también sentía náuseas y vomitó. Al darse cuenta de que esos eran los signos clásicos de un ataque cardíaco, Hutchison condujo hasta la sala de emergencias. Sin embargo, la radiografía de tórax, el electrocardiograma y otros estudios arrojaron resultados normales.

“Lo que es realmente aterrador es que después de todos estos estudios aún no pueden decir 'este es el problema y así vamos a solucionarlo'", señala Hutchison.

Ha pasado casi un año desde la infección inicial. Hutchison dice que algunos de los síntomas iniciales desaparecieron, pero aparecieron otros nuevos. A veces, tiene contracciones erráticas en las piernas y dolores de cabeza similares a los de una migraña. Puede ser muy difícil concentrarse y elegir las palabras.

Hutchison perdió su trabajo a tiempo completo en el sector privado de aviación cuando la empresa para la que trabajaba se disolvió en diciembre, por lo que los días en que se siente bien, busca empleo, hace algunos trabajos por contrato y ayuda a sus dos hijas adolescentes que toman clases virtuales. A veces incluso tiene suficiente energía como para dar una vuelta a la manzana y trabajar en el jardín.

En los días malos, sin embargo, apenas puede levantarse de la cama. Para Hutchinson, que normalmente tiene mucha energía, ha sido devastador. “Me siento como si estuviera discapacitada”, dice. “Nunca puedo funcionar a más del 85% de lo habitual. Este virus me ha envejecido veinte años en un año”.

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“Muchos de estos médicos no me creen”

Bruce Tedeschi, 64 años, Grand Haven, Míchigan

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Cortesía de BRUCE TEDESCHI

Antes de la pandemia, Bruce Tedeschi era bastante activo. Es director de calidad de biotecnología jubilado y le gustaba trabajar con autos clásicos, pescar y hacer trabajos de carpintería.

Luego, en enero del 2020, se vio duramente afectado por una serie de síntomas muy poco comunes. La presión arterial se disparaba y los médicos no podían bajarla. Tenía zumbidos en los oídos, dificultad para respirar, dolor de estómago, problemas digestivos y neuralgia. Consultó con varios médicos y ninguno pudo resolver el problema.

Tedeschi no sabe con certeza si fue la COVID-19. En ese momento, casi nadie había oído hablar de eso en el país y no había pruebas de detección.

Como los síntomas no se resolvieron después de unos meses, Tedeschi se mudó a Míchigan para estar más cerca de su familia. En junio, su hermano recibió un resultado positivo de coronavirus. En ese momento, Tedeschi también tuvo fiebre y el médico le recomendó que se pusiera en cuarentena.

Su hermano se recuperó pronto, pero Tedeschi continuó teniendo problemas: frecuencia cardíaca irregular, problemas de circulación, problemas digestivos, migrañas, fatiga y ataques neurálgicos.

Algunos médicos le dijeron que no creían que sus problemas de salud pudieran ser consecuencia de la COVID-19 porque nunca había tenido tos ni síntomas respiratorios graves. Le indicaron que se hiciera tomografías computarizadas, resonancias magnéticas, estudios de deglución y otros exámenes. La mayoría arrojaron resultados normales.

“He consultado con tantos médicos en los últimos 14 meses que no lo podrías creer”, dice Tedeschi. “Muchos de estos médicos no me creen. Me decían que me iban a recetar antidepresivos”.

A fines de agosto, Tedeschi finalmente convenció a un médico para que le hiciera una prueba de anticuerpos. El resultado fue positivo, así que al menos finalmente tuvo la confirmación de que había tenido una infección por coronavirus.

Desde entonces, ha seguido consultando con médicos y probando medicamentos. Dice que tiene días buenos y días malos, pero en los días malos, la neuralgia en las caderas, la espalda y las piernas puede ser insoportable. Incluso le cuesta mucho caminar. “Ir al supermercado es como un entrenamiento de tres horas en el gimnasio para mí”, explica. "No puedo permanecer mucho tiempo de pie ni sentado”.

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En febrero, Tedeschi visitó a un nuevo médico que le dijo que podría haber un nombre para su problema: síndrome inflamatorio multisistémico en adultos (MIS-A), una enfermedad poco común pero grave que se vincula a la COVID-19. Este síndrome fue recientemente identificado por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) de Estados Unidos. Afecta varios órganos y produce un mayor grado de inflamación en el organismo.

El médico derivó a Tedeschi a un especialista en enfermedades infecciosas para que hiciera un diagnóstico definitivo y le diera tratamiento. Tedeschi aún no quiere hacerse ilusiones, pero tiene que admitir que es prometedor, es especial porque existe un tratamiento para el trastorno.

“Podría ser la respuesta”, dice. “Al menos es un comienzo”.

“Lo que más echo de menos es simplemente tener energía”

Loleta Barrion, 63 años, Las Vegas, Nevada

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Cortesía de LOLETA BARRION

Una mañana de agosto del 2020, Loleta Barrion se despertó con un olor raro que le resultaba un poco familiar. ¿Se estaba pudriendo algo debajo de la cama? No, ya que el olor también se sentía en otras habitaciones.

Fue entonces cuando Barrion recordó que se trataba del mismo olor misterioso que la había atormentado durante un caso grave de COVID-19 a principios de año.

Durante más de un mes en abril del 2020, Barrion tuvo fiebre, fatiga, dificultad para respirar y una tos fulminante. Estaba decidida a no tener que hospitalizarse. Para poder respirar mejor, se conectó a un dispositivo BiPAP (de presión positiva de dos niveles en las vías respiratorias) que usaba para la apnea del sueño y lo usó durante las 24 horas del día.

Barrion, una maestra de segundo grado, finalmente se recuperó, salvo por algo de fatiga persistente. En agosto, esperaba con ansias comenzar el nuevo año escolar, incluso si parte de la enseñanza tenía que ser virtual.

Luego se despertó con ese olor. Y en unos pocos días, los otros síntomas de COVID-19 “regresaron con toda su fuerza”, advierte: la tos seca. Fuertes dolores de cabeza. Y el mismo profundo agotamiento que la incapacitó en abril.

“Salgo a sacar una bolsa de basura. Para cuando vuelvo a entrar, tengo que acostarme durante una hora”, recuerda.

Los primeros médicos a quienes consultó no estaban seguros de lo que era. Algunos pensaron que se trataba de un caso activo de coronavirus y se negaron a verla. Otros dudaban de que sus síntomas estuvieran relacionados con la COVID-19.

En su zona no hay ninguna clínica que se especialice en el tratamiento de las personas que tienen síntomas persistentes posteriores a la COVID-19, pero Barrion dice que desde entonces ha encontrado un buen médico de atención primaria, un neurólogo y un endocrinólogo que le hacen estudios y la ayudan a tratar los síntomas con medicamentos.

Mientras tanto, ha continuado dando clases virtuales, aunque a veces siente que apenas puede sobrellevar el día. Siente esperanzas cuando participa en grupos de apoyo con sobrevivientes de COVID-19 que reportan que los síntomas están mejorando. Sus propios síntomas no han mejorado desde agosto, aunque algunos días son mejores que otros.

“Realmente creo que Dios me protege”, dice. “Pero hay días en los que comienzo a deprimirme. Me pregunto si alguna vez voy a mejorar”.

Hace poco, Barrion presentó una solicitud para permanecer en casa durante el resto del año escolar, aunque le gustaría volver al aula en persona cuando sus alumnos lo hagan.

“Si tuviera que ir al salón de clases, no podría resistir”, señala. “Lo que más extraño es tener energía: poder levantarme y cocinar, poder limpiar la casa, poder dar clase en persona a mis alumnos y tener la energía y la capacidad de enseñar como sé que puedo hacerlo”.

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“Se apoderó de todo mi ser y lo transformó”

Laura Gross, 72 años, Fort Lee, Nueva Jersey

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CORTESÍA DE LAURA GROSS

Laura Gross tenía un dolor agobiante. Tenían que extirparle la vesícula biliar. Por ese motivo el hospital le permitió someterse a una operación el 18 de marzo del 2020, a pesar de que la mayoría de los quirófanos estaban clausurados debido a la COVID-19.

Gross no sabe si contrajo el coronavirus en el hospital o si lo contrajo de su esposa, quien enfermó de COVID-19 dos semanas después.

De todos modos, la infección vírica fue un golpe duro. El dolor de la operación se transformó directamente en dolor por la COVID-19. Tenía fiebre, dolores en los músculos y las articulaciones, adenopatías y una debilidad y un mareo generalizados que no podía superar. El dolor de cabeza era lo peor. “Sentía como si tuviera un picahielos en el ojo derecho”.

Gross siguió esperando que la enfermedad terminara y los síntomas se resolvieran. Pero eso nunca sucedió.

Si bien la fiebre disminuyó, siguió teniendo debilidad, dolor en las articulaciones, dolores de cabeza debilitantes y falta de apetito. Bajó 15 libras en cuatro meses. La presión arterial era tan baja que el médico le recetó una cucharadita de sal todos los días. Pero aumentaba con rapidez en momentos aislados.

También le costaba pensar con claridad. Gross lo describe así: “Es como si tuviera carpetas y subcarpetas con información en el cerebro y la COVID-19 fuera una bomba que hizo estallar todo, y la información comenzó a volar por todo el cerebro y a moverse constantemente sin permitirme acceder a ella”, explica. “Casi siento ganas de llorar con solo mencionarlo”.

Sentía confusión hasta cuando desempeñaba tareas simples, como consultar el calendario para ver cuándo estaba libre y luego trasladar esa información a un mensaje electrónico.

Gross es una escritora y ejecutiva de mercadeo semijubilada que siempre se enorgulleció de su mente despierta, y dice que la incapacidad para pensar con claridad era lo más deprimente. “Se apoderó de todo mi ser y lo transformó”, explica.

Gross está inscrita en una clínica en Mount Sinai Hospital en la ciudad de Nueva York para pacientes que tuvieron COVID-19. Tiene varios médicos de diferentes especialidades allí y otros médicos externos que trabajan en su caso. Le dijeron que creen que se recuperará con el tiempo, y ella se aferra a eso.

A fines de enero, Gross recibió la primera dosis de la vacuna de Moderna contra la COVID-19. Después de tener efectos secundarios leves durante dos días, se despertó el tercer día y descubrió que la dificultad para pensar con claridad había desaparecido y había recuperado la energía. Espera que sea el principio del fin.

“Me siento otra vez como antes”, dice. “No sé si seguiré así, pero estoy rezando”.

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