Vida Sana
Durante la Gran Recesión, me mudé a una ciudad en el Valle Central de California y trabajé como veterinario en un refugio de animales. Recibíamos muchísimos animales y no podíamos albergarlos a todos, pero como éramos un refugio municipal, tampoco podíamos rechazarlos. Tristemente, tenía que aplicar la eutanasia a decenas de animales todos los días. Me rompía el corazón. Comencé a sentir que estaba perdiendo ante los ojos de Dios. Empecé a sentirme culpable y a padecer de ansiedad. Buscaba algo para salir de esa situación emocional.
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Luego todo cambió en un momento. Fue hace unos 10 años. En mi camino al trabajo, siempre me detenía para comprar gasolina y café en el mismo lugar. Con frecuencia veía ahí a un hombre sin hogar. Su perrita sufría de una enfermedad de la piel. Soy como la mayoría de las personas; pasé junto al hombre sin hablar con él. Pero no podía quitar la vista de esa pobre perrita. Después de quizás un par de semanas, me detuve y le pregunté al hombre sobre la perra. Cuando me acerqué a ella, casi parecía que había sufrido quemaduras. Tenía costras y enrojecimiento y una infección. Parecía que podía haber sido algo grave, pero sabía que era solo un problema provocado por las pulgas. Así que le dije: “Voy a regresar con medicamentos”, y se los entregué al día siguiente. Un par de semanas después, me encontré de nuevo con él. La perrita se había transformado. Su cabello había vuelto a crecer y meneaba la cola. El hombre empezó a llorar y me dijo: “Gracias por ayudar, por no ignorar”.
A mí también se me empezaron a humedecer los ojos. Cuando todos te ignoran y lo que más amas está sufriendo, pero nadie te ayuda, es muy difícil. Decidí buscar personas que no pueden obtener ayuda para sus mascotas y ayudarlas. Dedicaba una parte de mi salario a medicamentos y procedimientos. Cuando tenía que derivar un caso, por lo general podía convencer a mis colegas para que redujeran sus tarifas.
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