Vida Sana
Adam Sandler llega a la coctelería más sofisticada de Toronto con su propia versión de “informal arreglado”. Pantalones cortos de poliéster que llegan hasta abajo de las rodillas. Una camisa hawaiana de corte holgado con palmeras violetas y rosadas. Unas zapatillas deportivas blancas altas y gruesas y calcetines de tubo. A los 56 años, el actor y comediante parece más alguien que se dirige a un campamento de baloncesto que una de las estrellas más confiables y poderosas de Hollywood. Esa es la típica onda de Sandler. Dice que eso vuelve loca a su esposa. El acompañante de Conan O'Brien, Andy Richter, bromeó en una ocasión sobre el famoso estilo desaliñado de Sandler: “Se viste como si tuviera gripe”. Incluso después de 35 años de fama, que incluyen una carrera icónica en Saturday Night Live y más de 80 actuaciones en películas en las que se hace pasar por otra persona, Sandler no parece sentirse a gusto cuando no es él mismo.
Me alegro muchísimo de que haya acudido a nuestra cita. Sandler no suele conceder entrevistas, y nos llevó semanas concertar con él —a través de varios intermediarios— una hora y un lugar. Resulta que esos detalles todavía pueden cambiar.
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“¿No te parece que hay mucho ruido aquí?”, pregunta mientras nos estrechamos la mano. Hay vestigios de Nueva Inglaterra en su voz áspera. Cuando me llamó hace un rato, su número de móvil aparecía en el identificador de llamadas como “Manchester, NH”, que es el lugar donde se crio; era el menor de cuatro hermanos en un hogar de clase media. “Quizás debamos caminar. Sí, caminemos”, me dice.
Nos sumergimos en una tarde agradable y entramos en las profundidades de lo que significa interpretar a Sandman en la mediana edad.
“¡Ada-a-a-m! ¡La leyenda! Te quiero, amigo”, grita un tipo de pelo canoso desde el asiento trasero de un Uber.
“Yo también te quiero, amigo. Llega bien a casa, ¿de acuerdo?”, dice Sandler.
Una mujer sudorosa con pantalones de yoga hace un giro en zigzag en nuestro camino.
“¡No puede ser! ¿Puedo sacar una foto? Mi novio no podrá creerlo”.
“Por supuesto, adelante”, dice Sandler, mientras la ayuda a tomarse una selfi cuando comienza a congregarse una multitud emocionada.
El actor se encuentra en Canadá con toda su familia para filmar una nueva comedia, You Are SO Not Invited to My Bat Mitzvah!, basada en una novela juvenil. Jackie Sandler, su esposa desde hace casi 20 años, y sus hijas, Sadie, de 16 años, y Sunny, de 13, aparecen casi siempre en sus películas; y su madre, Judy, de 84 años, llega mañana para filmar sus escenas. Son actores centrales de una comunidad muy unida de familiares y amigos que aparecen continuamente en las películas de Sandler. Su antiguo compañero de reparto en SNL, Rob Schneider, ha participado en 18 de sus películas. Steve Buscemi, en 15. David Spade, en 12. Jonathan Loughran, amigo y asistente de Sandler desde hace mucho tiempo, en más de 40. Si ser adulto significa poder hacer lo que quieras, como quieras, cuando quieras, con quien quieras (y ganar muchísimo dinero para ti y los tuyos de paso), entonces es evidente que se ha lucido en la edad adulta. (Sandler tiene un acuerdo de producción de nueve cifras con Netflix, en el que su película optimista de baloncesto, Hustle, está recibiendo reconocimiento para los Óscar).
“¡Solo quiero decir que eres increíble!”, grita una mujer desde la acera de enfrente cuando volvemos a caminar. Está de pie con quien parece ser su hijo adolescente. “Le he dicho a este chico que siento que te conozco de toda la vida”.
Yo siento lo mismo. Sandler y yo tenemos casi exactamente la misma edad: somos dos miembros de la generación X nacidos a fines de 1966, ambos somos judíos, nos criamos con las películas de Mel Brooks, MTV y las cintas de música que grabábamos en casa, en esa última etapa de libertad antes de que todos nos convirtiéramos en zombis de internet. Mientras caminamos, Sandler me cuenta que el primer recuerdo que tiene de haber hecho reír al público fue en una sala de cine de un centro comercial suburbano. “Iba con mis diez amigos a ver Star Wars o Young Frankenstein o lo que fuera, y cuando se apagaban las luces, gritaba algo bien fuerte, como '¡Tengo miedo! ¡Abrázame', y la sala entera se volvía loca”. Juro que recuerdo a ese chico.