Vida Sana
Cuando Anthony Quinn era un niño y todavía vivía a un paso de la miseria en Texas, y antes de trasladarse a Los Ángeles junto a su familia, su abuela le regaló un augurio maravilloso. Doña Sabina, su abuela paterna, lo llevó al único cine en El Paso. Allí vieron una película muda protagonizada por el español Antonio Moreno, el galán latino de la época. Mientras el pequeño Antonio caía rendido ante el embrujo del séptimo arte, Doña Sabina le susurró al oído: “Éste podrías ser tú. Algún día serás más famoso que Antonio Moreno”.
La profecía de la abuela se hizo realidad. Quinn, que este mes hubiera cumplido 100 años, fue uno de los grandes actores de la época dorada de Hollywood. Nació en Chihuahua, México, en 1915, y falleció en el 2001. Más allá de sus dos premios Oscar ganados como actor de reparto y dos nominaciones adicionales, Quinn dejó el sello de su personalidad avasalladora en clásicos como Zorba the Greek, Lawrence of Arabia y The Guns of Navarone. Como si eso fuera poco, también un protagónico inolvidable en la joya italiana La Strada de Federico Fellini.
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El actor, cuyo nombre real era Antonio Rodolfo Quinn Oaxaca, “interpretó a todas las nacionalidades, acentos y clases sociales imaginables. Era un verdadero camaleón, y la cámara lo aceptaba con todos sus disfraces”, dice el escritor Daniel Paisner, que colaboró con el actor en su autobiografía, One Man Tango (1995). “Además, tenía una energía bravucona que lo acompañaba en su vida personal y se traducía exitosamente a la pantalla grande”.
Paisner trabajó casi dos años con Quinn en la escritura de sus memorias. Cuando el actor visitaba Nueva York, se encontraban una vez por semana, pero también viajaron juntos por Europa.
“En Italia, lo trataban como a una estrella de rock”, recuerda. “Era un hombre de 78 o 79 años, y cuando caminábamos por las callecitas de Roma, un grupo de niños salía corriendo de las casas y las empresas y nos seguían, gritando, ‘Anthony Quinn, Anthony Quinn’. Allá la gente apreciaba su carrera de una manera más visceral”.
Lo que más sorprende al leer la autobiografía de Quinn es su voluntad empedernida por salir de la pobreza, educarse y convertirse en un hombre renacentista: actor, pintor, escritor y hombre de familia. Parte de su infancia la pasó sin su padre, Francesco, que había desaparecido cuando se fue a pelear con los rebeldes de Pancho Villa. Eventualmente regresó junto a su familia en Estados Unidos, pero murió en un accidente en 1926, cuando Quinn tenía solamente 10 años.
De ahí en más, la necesidad de quemar etapas, transformarse en un adulto y mantener a su familia llegó rápidamente. En Los Ángeles, su ciudad adoptiva, Quinn se dedicó a predicar como aprendiz de una famosa evangelista de la época, ganó dinero como boxeador (“no hay deporte en esa actividad, y tampoco paz”) y consideró ser arquitecto como aprendiz de Frank Lloyd Wright.
Fue justamente este legendario arquitecto que le recomendó tomar clases de teatro para mejorar un problema con su dicción. Al entrar en contacto con el teatro, el joven actor se encontró cara a cara con su verdadera vocación. Consiguió el papel principal en la obra Clean Beds, producida por Mae West y escrita inicialmente para el actor John Barrymore, con quien Quinn entablaría una amistad legendaria.
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