Vida Sana
| Tengo 60 años. Soy una maestra jubilada que quiere devolver algo a la comunidad. Hace un par de años, justo después de que terminé el tratamiento para un cáncer de colon en etapa temprana, mi camino me llevó al banco de alimentos local. A otros voluntarios les gusta empacar cajas o trabajar en los jardines, pero a mí me encanta cargar mi Chevy y llevarles comida a nuestros clientes mayores de 65 años. Me siento muy orgullosa de ayudar a nuestros mayores. Todos hemos vivido vidas productivas, y ellos se merecen nuestro cuidado y atención.
El coronavirus ha cambiado muchas cosas, por supuesto. El personal nos toma la temperatura cuando llegamos para asegurarse de que no estamos enfermos. Tengo desinfectante de manos en el auto y me ocupo de usarlo antes y después de cada entrega. Y con tanta gente despedida en nuestra zona, la demanda de alimentos está en aumento. Pero la forma en que trabajamos es más o menos igual. Conduzco al hogar de la persona y le entrego sus comestibles: una caja de conservas y una bolsa de vegetales frescos.
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Servimos a personas de todos los orígenes. En algunos hogares hay familias completas, puede estar la abuela, la madre y niños. Hay muchos señores que viven solos, muchos de ellos veteranos.
A veces me preguntan si no tengo miedo. Incluso antes de la COVID-19, hacíamos entregas en algunos vecindarios con altos índices de delincuencia. Pero nunca he tenido miedo. La gente siempre está muy feliz de verme. Me hablan de su vida, su familia, sus mascotas. Me invitaban a entrar y me mostraban fotos. Algunos me abrazaban. Ya no podemos hacer eso. Pero yo me siento bendecida.
Estamos en una crisis nacional. Tenemos que ayudarnos. ¡Qué distinto sería todo si las personas hicieran dos horas de trabajo voluntario al mes! Por supuesto, debemos cuidarnos y no crear el riesgo de contagiar a nadie. Pero si tomamos las precauciones necesarias, ¿por qué no ayudar a otro?
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