Vida Sana
La bebé —con la cara embadurnada de puré de guisantes, zanahorias y cebolla— grita mientras Sunny, nuestro perro adoptado, da vueltas alrededor de la silla alta, con la esperanza de que la niña tire más pedacitos al suelo. Sentada en una silla de la mesa del comedor, nuestra hija valientemente trata de dar de comer a su bebé. Habla con su esposo, estudiante universitario, que esta noche ha cocinado un sabroso platillo de pasta, sobre su trabajo como secretaria del juzgado. El gato de la pareja, Hermes, se pasea por la impresora que está sobre la encimera, indiferente a las travesuras del perro que está abajo. Al otro lado de la mesa, mi mujer relata los acontecimientos de su día cuidando a nuestra nieta, lo cual puede ser agotador, pero alimenta su alma. ¿Y yo? Yo estoy comiendo pasta con albóndigas y salsa marinara, y estoy resplandeciente.
Cuando nuestro hogar quedó vacío, mi esposa y yo echábamos de menos sentarnos a una mesa llena de gente. Ahora hemos recuperado eso, y mucho más, en esta casa de locura multigeneracional.
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El año pasado, después de 35 años de matrimonio, nos mudamos de una casa de 3,000 pies cuadrados en Knoxville, Tennessee, a la mitad de una de 2,200 pies cuadrados en las afueras de Filadelfia. Con nuestra hija de 31 años (que prefiere no usar los nombres de su familia en un artículo), mi yerno y nuestra nieta, estamos viviendo un gran experimento en nuestra sexta década de vida, algo que otras personas de nuestra edad parecen soñar o temer.
Casualmente, estamos de moda. Según el Pew Research Center, casi 60 millones de personas en el país viven en hogares con dos o más generaciones de adultos. Esto constituye un récord del 18% de la población de EE.UU. (esto se debe, en gran medida, a que muchos jóvenes volvieron a la casa de sus padres durante la pandemia). Y es especialmente cierto para los hispanos, los asiático-estadounidenses y otros, para quienes es tradicional vivir en grupos multigeneracionales.
Mi esposa y yo criamos a nuestras tres hijas en el este de Tennessee, a donde llegamos por cuestiones de trabajo en la década de 1980. El costo de vida es bajo, y el estado es precioso; visitábamos con frecuencia el cercano Parque Nacional de las Grandes Montañas Humeantes. Con una casa llena de objetos acumulados, era fácil dejarse llevar por la inercia. Pero echábamos de menos a nuestras hijas, que se fueron a la universidad, se casaron y finalmente se establecieron en Chicago, Connecticut y Filadelfia. Cuando nuestra hija menor y su esposo nos ofrecieron vivir con ellos, desarraigamos nuestras vidas y nos mudamos 600 millas al norte.
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