Vida Sana
Son las ocho y media de la mañana. Me levanté a las cinco y cuarto, tomé café, desayuné avena con bayas y regué las plantas antes de que la temperatura subiera a más de 100 grados.
Ya hace casi tres meses que comenzó la “cuarentena” aquí en Arizona.
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Por primera vez desde que me jubilé —en marzo del 2019— me siento “retirada”. Sin las sesiones de gimnasia a las siete y media de la mañana tres veces por semana. Sin citas con el médico o el dentista. Sin historias que escribir o plazos que cumplir. Sin correr al supermercado (hacemos los pedidos en línea y los recogemos junto a la banqueta).
Siestas por las tardes: Teddy, nuestro perrito de 17 años, me guía hasta el dormitorio a las tres de la tarde todos los días. La televisión sintonizada en The Real Housewives of Beverly Hills, Chopped, CNN, MSNBC; en el teléfono, leo The Washington Post, The New York Times, Twitter.
Después de casi 40 años en periodismo como reportera y editora, cumpliendo plazos y dedicándome a informar a los lectores sobre la comunidad latina, pensé que la jubilación me traería viajes, trabajo voluntario, tal vez clases de cocina, ejercicio del que realmente disfrutaría y la posibilidad de despertarme a las ocho de la mañana.
En vez, el primer año trajo cuatro operaciones de la vista, un diagnóstico devastador de cáncer para uno de mis hermanos, varias asignaciones para escribir sobre servicios para el final de la vida, incontables citas médicas y el privilegio de sostener la mano de mi suegra y una amiga muy querida en sus lechos de muerte. Las dos fallecieron en un período de tres meses.
No hubo nada que representara “jubilación” ese año.
No estaba segura de poder soportar un confinamiento, si extrañaría la actividad diaria y constante. ¿Me haría sentir triste? ¿Feliz? ¿Aburrida? ¿Valoraría el tiempo que tenía para organizar los armarios, triturar años de “cosas de la vida y el trabajo” que tenía acumuladas en cajas y archivos? ¿Sembraría un jardín o cambiaría los muebles de lugar?
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