Vida Sana
Después de 20 años de ejercer la medicina, el Dr. Michael J. Stephen pensó que lo había visto todo. Luego, la COVID-19 golpeó su hospital.
Y luego lo golpeó a él.
Como neumólogo de cuidados intensivos en el Jane and Leonard Korman Respiratory Institute de Thomas Jefferson University en Filadelfia, Michael había estado atendiendo a pacientes mientras se protegía lo mejor que podía. Luego, un sábado del mes de mayo se despertó a la mañana con dolor de garganta. Para la hora de la cena, estaba tosiendo, y una hora después tenía fiebre de 103 grados. “¿Qué hice mal?”, se preguntaba continuamente, angustiado por haber llevado la COVID-19 a casa a sus dos hijos en edad escolar y a su esposa; todos ellos se enfermaron posteriormente.
Su familia se recuperó relativamente rápido, pero Michael, de 47 años, que tenía un estado físico como para un triatlón antes de la infección, terminó hospitalizado, con el pulmón izquierdo lleno de coágulos de sangre y el cerebro sumido en una niebla profunda. De hecho, sintió que se estaba volviendo loco. Los dolores de cabeza agudos y la fatiga abrumadora lo convencieron de que su cerebro estaba por explotar.
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“Estaba haciendo cosas de las que no era consciente”, recuerda ahora. “Hablaba en voz alta en mi habitación durante el aislamiento y mi esposa me preguntaba con quién hablaba por teléfono. Le dije que con nadie, sin darme cuenta de que estaba vocalizando el diálogo normal que todos tenemos con nosotros mismos. Recuerdo haber pensado varias veces que tenía que decirle a mi esposa que mantuviera a mi padre alejado de la casa, ya que tiene cáncer y podría morir si venía. Él sí tuvo cáncer, pero murió en el 2007”.
Michael se recuperó después de seis semanas difíciles y colmadas de altibajos. No obstante, siente que algo ha cambiado para siempre en su cuerpo. “Siempre hay un leve susurro en lo más profundo de mi mente, preguntándome si habrá efectos a largo plazo. Algo podría suceder en el futuro”. También piensa en su familia, quienes ahora podrían tener nuevos riesgos de problemas de salud en el futuro.
Su ansiedad es válida. Cuatro quintas partes de los pacientes hospitalizados con COVID-19 tienen síntomas neurológicos, y aunque las estimaciones varían, los estudios han concluido que al menos la mitad de las personas que se recuperan de la COVID-19 continúan padeciendo síntomas neurológicos durante meses. Las imágenes escaneadas del cerebro de los pacientes, en comparación con aquellos que nunca se han infectado, muestran cambios estructurales y funcionales en el cerebro. Aún no sabemos qué significa eso para el pronóstico a largo plazo de estos pacientes, pero la comunidad médica toma muy en serio la tarea de averiguarlo. Se ha establecido un consorcio mundial de científicos de investigación para estudiar la relación entre la COVID-19 y la disfunción neurológica. Su trabajo ha cobrado mayor urgencia en los últimos meses, a medida que lidiamos con el hecho de que incluso aquellos en los niveles más altos del Gobierno y del ejército no están a salvo de este virus.
Cuando nos recuperamos de un resfriado, una gripe o incluso una neumonía, no solemos pensar en un efecto cognitivo posterior; sin embargo, las conexiones siempre han estado ahí. De hecho, virus como el de la gripe, el sarampión, el virus respiratorio sincitial (VRS) y el virus del Zika tienen efectos neurológicos conocidos, al igual que otros tipos de coronavirus, incluidos el SARS y el MERS. Estas conexiones furtivas son reales, y apenas estamos comenzando a documentar los efectos de largo alcance que el SARS-CoV-2, el virus causante de COVID-19, tiene en el cerebro. Algunos de los síntomas más frecuentes registrados han sido relativamente leves, como dolores de cabeza, dolores musculares y mareos. Pero los casos de encefalopatía, o función cerebral alterada, reportados por casi un tercio de los pacientes —con un mayor riesgo de enfermedad grave y muerte como resultado— sorprendieron a los investigadores. También se sorprendieron al descubrir que las manifestaciones neurológicas en su conjunto eran más probables en personas más jóvenes, aunque la encefalopatía era más frecuente en pacientes mayores.
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