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6 viajes fantásticos para hacer en auto en otoño

Escritores de turismo comparten itinerarios, rutas y destinos destacados en distintas áreas del país.

spinner image una carretera atraviesa el follaje de otoño en Nueva Inglaterra
Los visitantes pueden disfrutar del espectacular follaje otoñal en Windsor, Vermont.
Ron Karpel / Getty Image

El otoño es una época mágica. Cuando las temperaturas se vuelven más frescas y las hojas de los árboles comienzan a cambiar de color, es fácil sentirse motivado para salir al mundo y ser testigo del cambio de estación. Aquí, cuatro escritores especializados en turismo describen sus viajes por carretera favoritos para hacer en otoño. Comienza ya a planear tu aventura otoñal.

Sendero de los derechos civiles, desde Birmingham hasta Montgomery

spinner image la ciudad de Birmingham, Alabama, con una imagen en recuadro de la escritora Heather Greenwood Davis y su hijo Cameron
La escritora Heather Greenwood Davis viajó a Birmingham, Alabama, con su hijo Cameron.
Carmen K. Sisson/Cloudybright / Alamy Stock Photo / Cortesía de Heather Greenwood Davis

Cuando mi hijo Cameron cumplió 13 años, en el 2018, lo llevé a Alabama. En sus pantallas aparecían citas de Martin Luther King Jr. en ciertos momentos clave del año, pero Cameron no tenía una comprensión real de la magnitud de la era de los derechos civiles. Me preocupaba que estuviéramos perdiendo algo, de modo que cuando se presentó la oportunidad de visitar el estado, lo llevé en un viaje en auto a través de Birmingham y Montgomery. 

Era el momento perfecto. Se acababa de inaugurar el sendero de los derechos civiles en Estados Unidos (en inglés), que actualmente incluye más de 100 sitios a lo largo de 15 estados y el Distrito de Columbia. La cuarta parte de ellos están en Alabama. Nuestro viaje de Huntsville a Montgomery fue muy fácil. 

Como integrante de una familia negra, la violenta historia racial de Estados Unidos no era una novedad para mí, pero fue reconfortante ver que, además de casas y camiones con las banderas de la Confederación, había autos con calcomanías que demandaban la protección de los derechos civiles. Cameron no prestó mucha atención a la mayoría de esas cosas. Con total control de la lista de música del viaje, permaneció firmemente concentrado en lo que sucedía dentro del auto. Yo sentí envidia por su inocencia. Pero esa inocencia se interrumpió en Birmingham. 

Barry McNealy, del Birmingham Civil Rights Institute, nos guio en un recorrido de la iglesia bautista de la calle 16 y nos contó la historia de las cuatro estudiantes —Addie Mae Collins, Cynthia Wesley, Carole Robertson y Denise McNair— que murieron por una bomba del Ku Klux Klan mientras se preparaban para la escuela dominical el 15 de septiembre de 1963. En el momento de morir tenían aproximadamente la edad de Cameron, un dato que nos golpeó fuerte a los dos. Al otro lado de la calle, en el parque Kelly Ingram, vimos esculturas y monumentos creados para ayudar a los visitantes a comprender y no olvidar el impacto y el sacrificio de los jóvenes durante el movimiento. La larga historia de jóvenes activistas cambiando el mundo no pasó desapercibida para mi hijo, quien en los años siguientes se convertiría también en activista. Cameron aún señala ese día con McNealy como su favorito en todo el tiempo que pasamos juntos.  

El aprendizaje continuó en Montgomery y generó una mezcla de emociones. Admiramos el púlpito de King en la iglesia bautista Dexter Avenue Baptist Church y visitamos la casa donde vivió con su familia desde 1954 hasta 1960. Exploramos el museo de Rosa Parks (en inglés), que se encuentra en el mismo lugar en el que fue arrestada por negarse a ceder su asiento, y nos maravillamos de su fortaleza. 

Tal vez el momento más emotivo del viaje fue en una de las últimas paradas: la visita al Monumento Nacional por la Paz y la Justicia. Allí, a medida que caminas, 800 columnas de 6 pies de alto van aumentando la distancia desde el suelo. Para cuando llegas a la mitad del monumento por las víctimas de linchamientos, los pilares cuelgan sobre ti. La imagen de mi pequeño hijo caminando debajo de esos pilares colgantes me persigue hasta ahora. 

Ese hijo mío, perpetuamente feliz y de brazos activos y sonrisa luminosa, me hizo preguntas en ese viaje que yo no pude responder. Agradecí las paradas para cenas deliciosas, un museo del espacio (enlaces en inglés) y jardines poblados de mariposas a lo largo del estado, que nos dieron el espacio para discutir y analizar todo lo que estábamos viendo. Agradecí también que habíamos elegido una introducción pequeña para esta experiencia tan intensa. 

Este año se cumplen 60 años de la campaña de Birmingham por los derechos civiles. Cameron cumple 19 en el otoño, y creo que es el momento perfecto de continuar el viaje.  

Heather Greenwood Davis es una escritora y personalidad televisiva especializada en viajes. Reside en Toronto.

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Desde Bend hasta el Parque Nacional del Lago del Cráter, Oregón

spinner image Vista del borde de la caldera del Parque Nacional del Lago del Cráter en Oregón; el escritor Crai S. Bower en bicicleta
La caldera del Parque Nacional del Lago del Cráter, en Oregón, se formó hace más de 7,500 años. El escritor Crai S. Bower disfruta del parque.
Larry Geddis / Alamy Stock Photo / Cortesía de Crai S. Bower

Bend, Oregón, está situada a ambos lados del río Deschutes en el desierto alto, con la sombra de la cordillera de las Cascadas al oeste y la orilla norte de la Gran Cuenca al este. La primera vez que pasé por Bend fue a fines de la década de 1980. La localidad leñera sirvió como mi último bastión de civilización —es decir, cerveza decente— antes de emprender un viaje para estudiar aves migratorias en el Refugio Nacional de Vida Silvestre Malheur (en inglés), 162 millas hacia el este. Mudarme a Bend fue una idea que nunca se me cruzó por la cabeza. Adelantando rápido 35 años, eso es lo único en que pienso cada vez que voy de visita.  

No se trata solo de la cerveza decente, que ahora es mucho más que decente y se sirve del barril en más de 30 cervecerías en toda la ciudad. Se trata de la cantidad innumerable de actividades recreativas al aire libre que están disponibles en los alrededores. 

Generalmente, cuando estoy allí hago la “trifecta de Bend”: recorrida en bicicleta por sendero de grava para pescar con mosca cerca de Lava Island Falls en el río Deschutes después de una ronda de golf en el campo Tetherow. Pero un día decidí cambiar e ir en auto hasta el Parque Nacional del Lago del Cráter. 

La carretera 97 ofrece la ruta más directa hacia el lago, pero me tomé mi tiempo (lo cual agregó unas cuatro horas) para explorar la ruta panorámica Cascade Lakes National Scenic Byway (Forest Route 46), de 66 millas, desde Bend hasta Crescent. La ruta serpentea entre lagos, picos de la cordillera de las Cascadas y praderas cubiertas de ásteres Douglas perennes y otras flores silvestres estacionales. Desde Crescent, sigo la carretera 97 por 43 millas hasta el parque nacional.   

El lago del Cráter es el lago más profundo de Estados Unidos, aproximadamente 1,943 pies. La caldera, parcialmente llena, se formó hace 7,700 años, cuando se produjo la implosión del monte Mazama. Rodeado de picos montañosos, muchos con la cima cubierta de nieve fresca, el lago se puede ver desde 30 puntos de observación a lo largo de la ruta Rim Drive. Es fácil pasar horas deteniéndose en miradores poco concurridos para disfrutar de distintas vistas del agua. Yo descendí a pie por el sendero Cleetwood Cove Trail (1.1 millas, nivel avanzado) hacia la costa del lago, donde pude relajarme tranquilamente en el agua azul cerúleo.

Al caer el sol, el frescor del otoño —que es absolutamente frío en Rim Drive, a 6,560 pies— me dijo que era hora de volver al Crater Lake Lodge, una gran estructura de madera que abrió en 1915. Como todos los otros albergues de los parques nacionales del oeste, es famoso por su comedor con vistas espectaculares. Pero el Crater Lake Lodge ofrece la mejor vista de todos los albergues. Mi cena de trucha arcoíris asada a la sartén se pierde de alguna manera en el agua azul zafiro que resplandece a mis pies en la brisa otoñal. 

Crai S. Bower escribe e ilustra con fotografías artículos para numerosas publicaciones, entre ellas, EnRoute, AAA Journey y The Saturday Evening Post. 

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Desde Hanover hasta Plainfield, Nuevo Hampshire

spinner image El histórico puente cubierto Cornish-Windsor en Nuevo Hampshire
El histórico puente cubierto Cornish-Windsor conecta a Nuevo Hampshire con Vermont.
Craig Zerbe / Getty Images

Durante mi infancia en Nuevo Hampshire, el otoño era mi estación favorita. No hay nada mejor que una vivificante y fresca mañana otoñal en Nueva Inglaterra, cuando la bruma flota sobre el suelo y el sol se asoma entre los árboles. Se supone que la primavera es la estación de la renovación, pero para mí, es cuando las hojas verdes del verano se vuelven amarillas, rojas y anaranjadas y las mañanas frescas dan lugar a tardes cálidas. 

He hecho muchos viajes por carretera en el otoño; uno de mis favoritos fue cuando mi hija adulta y yo visitamos Windsor, en Vermont, y Cornish, en Nuevo Hampshire. Comenzamos el viaje de un día en la ciudad donde vivimos, Hanover, Nuevo Hampshire, la pintoresca sede de Dartmouth College y un destino bello por derecho propio (unas 125 millas al norte de Boston). Hanover está situada a mitad del estado hacia el norte, en la ribera del río Connecticut, que separa Nuevo Hampshire de Vermont. 

Cruzamos el río hasta Norwich, en Vermont, y nos detuvimos a comprar café en la tienda general Dan & Whit’s. El lema de la tienda es “Si no lo tenemos, no lo necesitas”, y no se trata solo de un eslogan de mercadeo. La aparentemente pequeña entrada se abre a pasillos que serpentean detrás del mostrador del carnicero, subiendo y bajando rampas, hasta estantes abarrotados de todo, desde golosinas de arce y productos de pastelería hasta botas de senderismo y equipos de pesca.

Una milla más adelante, tomamos la carretera interestatal 91 hacia el sur y viajamos unos 20 minutos hasta Windsor, la “cuna de Vermont”. Uno de los placeres de conducir en Vermont es que los carteles publicitarios están prohibidos, así que no hay nada que arruine las maravillosas vistas.  

Nuestra primera parada fue en Artisans Park. Pedimos una cerveza artesanal en Harpoon Brewery Taproom and Beer Garden y observamos trabajar a maestros sopladores de vidrio en Simon Pearce. También hay una destilería, tiendas de conservas y quesos, además de opciones para cenar al aire libre, jugar al lanzamiento de sacos y al bádminton, y un parque de juegos infantiles, lo que lo hace el destino perfecto para las familias multigeneracionales. Los viajeros aventureros pueden reservar viajes diurnos o nocturnos por el río en Great River Outfitters.

Yendo hacia el sur por la ruta 5, disfrutamos de extraordinarias vistas del follaje al otro lado del río, en Nuevo Hampshire, y pasamos por el Parque Nacional del Monte Ascutney (popular entre senderistas y pilotos de ala delta), camino al American Precision Museum (enlaces en inglés). Situado en una armería de 1846, este museo cuenta con la colección más grande del país de máquinas herramientas de significancia histórica.

Volvimos a cruzar a Nuevo Hampshire por el puente cubierto Cornish-Windsor (1866) y nos dirigimos hacia el norte por la ruta 12A. En cinco minutos llegamos al Parque Nacional Saint-Gaudens (en inglés), el antiguo hogar del escultor Augustus Saint-Gaudens, quien fundó Cornish como una colonia artística a fines del siglo XIX (y atrajo, entro otros, al pintor e ilustrador Maxfield Parrish). Los visitantes pueden recorrer la casa, otros edificios históricos y exhibiciones de arte, y explorar a pie numerosos senderos.

Nuestra última parada fue Riverview Farm (en inglés), en Plainfield, para la experiencia otoñal por excelencia: recoger manzanas y encontrar el camino dentro de un laberinto de maizales. Coronamos todo con una taza de sidra caliente y una dona de arce con el último sol de la tarde, tal como lo hacíamos cuando era niña. 

Jaimie Seaton ha vivido y reportado desde Sudáfrica, los Países Bajos, Singapur y Tailandia. Ha escrito sobre viajes para Skift, The Independent y CNN.

Ruta panorámica del lago Tahoe, California

spinner image recorrido panorámico por el lago Tahoe; escritor Christopher Hall
Las vistas de las montañas y el lago que se aprecian desde la ruta panorámica que rodea el lago Tahoe dejaron una fuerte impresión en el escritor Christopher Hall.
Dennis Frates / Alamy Stock Photo / Mac McKenzie

Años atrás, en una fresca tarde de octubre cerca del lago Tahoe, el lago alpino más grande de América del Norte, fui testigo de una verdadera maravilla. 

Los salmones kokanee rojos, salmones enanos de agua dulce, estaban volviendo de Tahoe a Taylor Creek, donde nacieron. Observando su lucha para nadar corriente arriba, sabía que las águilas y los patos serrucho se comerían a algunos antes de que llegaran a su destino. Otros completarían el viaje, desovarían y —exhaustos, habiendo cumplido su ciclo de vida— se disolverían nuevamente en el agua de la cual emergieron originalmente.

Algo de esa tarde de otoño —la fuerza misteriosa que empujaba a los peces corriente arriba, la luz color miel espesa que bañaba Tahoe y su anillo de altos picos, la forma en que los álamos se bamboleaban como bailarines cubiertos de miles de monedas doradas— me llegó a lo más íntimo. Después de más de 50 años de visitar Lake Tahoe en todas las estaciones, continúa siendo un recuerdo duradero de un destino favorito para visitar en auto, unas 3.5 horas de viaje por la carretera interestatal 80 desde mi hogar en San Francisco.

El otoño es una época tranquila en el lago Tahoe, esa joya color zafiro y turquesa emplazada a 6,223 pies en la Sierra Nevada, montada sobre el límite entre California y Nevada. 

Las multitudes que buscan arena y sol en el verano ya se han ido, y hasta podría decirse que se escucha el tictac del reloj marcando el tiempo hasta el arribo de las primeras nevadas de fines de noviembre, cuando los esquiadores y patinadores comienzan a llegar en masa para la diversión de invierno y primavera.

Incluso son pocos quienes buscan el cambio de color de las hojas: la mayoría prefiere destinos más coloridos que el vasto embalse del Tahoe, que está mayormente cubierto por un bosque perenne salpicado aquí y allá con grupos de álamos. Es fácil reservar alojamiento y restaurantes, y en la ruta panorámica alrededor del lago —una sucesión espectacular de 72 millas de magníficas vistas de montañas y lago, y atisbos de agua entre los árboles—, no hay tanto tráfico. El mundo se olvida temporalmente de Tahoe, y para mí esto está perfecto.

La temperatura del aire comienza a descender paulatinamente desde algo más de 70 °F hasta entre 40 y 50 °F a medida que avanza la estación.

Me encantan las fogatas que chisporrotean suavemente y hacen agradables las noches frescas y estrelladas, y el desayuno gigante, digno de un leñador, de tortilla de salmón ahumado o panqueques de trigo sarraceno que sirve el acogedor Fire Sign Cafe y que aporta energía para una larga caminata o un paseo en bicicleta por la ciudad. En el esporádico día de lluvia, me gusta estudiar el exquisito trabajo de los tejedores washoe de principios del siglo XX en el museo Marion Steinbach Native American Basket, o la colección de objetos de interés del mundo de los juegos de azar en el Museo de Historia de Lake Tahoe (en inglés), un saludo a los casinos que todavía florecen en los extremos norte y sur del lago del lado de Nevada. 

Durante uno de mis viajes más memorables, en una tarde de fines de octubre unos años antes de que presenciara el emocionante retorno de los kokanee, manejé por la carretera 89, prácticamente vacía, a lo largo de la costa oeste del Tahoe hasta el parque estatal Ed Z’Berg Sugar Pine Point (en inglés). Allí, mientras caminaba a través de fragantes bosques de pinos, me topé con álamos que habían perdido recientemente sus hojas, las cuales cubrían de oro el sendero. Fue una imagen sorprendente y bella, pero más que eso, fue un recordatorio de que el otoño en las regiones altas es fugaz. Atrápalo mientras puedas, antes de que arremeta el invierno, y como si fueran las últimas notas de una sentida sonata de chelo, mantén bien apretada esa sensación.

El periodista Christopher Hall, radicado en San Francisco, ha cubierto temas culturales para una amplia variedad de publicaciones nacionales, entre ellas, Smithsonian, Architectural Digest, National Geographic Traveler, Saveur y The New York Times.

Ciudad de México a San Miguel de Allende, México

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Un viaje a San Miguel de Allende, México, acercó a Sheeka Sanahori (en la foto, en el centro con su hijo), a la ciudad de la que sus padres le hablaron mientras ella crecía.
Getty Images; Courtesy Sheeka Sanhori

Mis ojos iban y venían entre las serenas colinas de las Tierras Altas Centrales de México y la carretera que trazaba un camino sinuoso entre los picos arqueados. Era mediados de noviembre del 2019, y mi hijo de 3 años estaba en su asiento de automóvil en la parte trasera del auto de alquiler, mi mamá sentada junto a él. Mi papá se sentó en el asiento del pasajero delantero junto a mí. El viaje comenzó en una autopista muy transitada, pero el tráfico disminuyó a medida que avanzábamos.

Estaba haciendo todo lo posible por conducir con precaución, para tranquilizar a mis padres mientras conducía por un país extranjero, pero no podía evitar echar un vistazo ocasional al árido terreno que nos rodeaba. Dentro del automóvil, el ambiente estaba lleno de emoción anticipada. Mantener ocupado a un niño de 3 años con canciones y juguetes era el objetivo, pero los pensamientos seguían centrados en llegar al destino que teníamos por delante.

Habíamos dejado las autopistas concurridas de la Ciudad de México después de una breve estadía, antes de conducir unas cuatro horas hacia el norte hacia el verdadero propósito de nuestro viaje. Para mis padres, el camino a San Miguel de Allende representaba una nostálgica conducción a través de la memoria de sus primeros años juntos. Los acompañé simplemente para empaparme un poco de su mundo antes de entrar en él.

A finales de los años 70, antes de que yo naciera, mis padres se mudaron a Durango, México. Mi mamá enseñaba primer grado y mi papá era entrenador de baloncesto. Una victoria exitosa en el campeonato en su primera escuela llevó a una oportunidad de trabajo en la escuela privada estadounidense en Querétaro. Cuando se mudaron, eligieron vivir una hora al norte, en la histórica ciudad de San Miguel.

Mi infancia estuvo llena de historias sobre la maravillosa ciudad antigua, sus calles empedradas, la arquitectura barroca y los pintores y escritores de todo el mundo que la llamaban hogar. Gracias a las historias que escuchaba alrededor de la mesa y a las fotografías de iglesias coloniales que colgaban en las paredes de la casa de mi infancia, casi podía imaginarme San Miguel.

Habían pasado 38 años desde que mis padres pusieron pie en su amado San Miguel, pero tenían la esperanza de que se vería igual. En el 2008, la UNESCO reconoció a la ciudad como Patrimonio de la Humanidad, por lo que había más posibilidades de que los recuerdos de su antiguo apartamento, su bar favorito y la icónica Parroquia de San Miguel Arcángel de color salmón, la iglesia en el centro de la ciudad, fueran tal como los recordaban.

Una vez que llegamos a los límites de la ciudad, estacionamos en un mirador para apreciar toda la ciudad. Fue un día nublado, pero el sol aún se sentía brillante en nuestros hombros. Mis padres, ambos de 70 años, se acercaron con cuidado a la valla de hierro que acorralaba a los turistas lejos del borde del acantilado y luego giraron sus rostros hacia mí para que pudiera tomarles una fotografía.

Los recuerdos de San Miguel comenzaron a agudizarse mientras la ciudad quedaba a sus espaldas, y con ello llegó el desamor de una ciudad que había seguido adelante sin ellos. San Miguel había crecido; era más extenso de lo que recordaban. Al día siguiente, mientras caminábamos por el barrio de su primer apartamento, se dieron cuenta de que les parecía tan desconocido que incluso la acera que alguna vez se usaba para pasear al amanecer hasta la panadería estaba irreconocible.

Pero El Jardín de San Miguel, la plaza del parque en el centro de la ciudad, estaba exactamente como siempre había estado: el camino de ladrillos bordeado de laureles cuidadosamente podados que proporcionaban sombra para los bancos de hierro forjado. Los nombres en las tiendas de colores brillantes alrededor de la plaza habían cambiado, pero las fachadas de concreto permanecían inmutables. Y la emblemática parroquia neogótica sigue velando por los visitantes de la plaza, ya sean vecinos, turistas o aquellos que han amado a San Miguel como ambas cosas.

Sheeka Sanahori es una periodista de viajes independiente y productora de videos. Ella escribe sobre viajes familiares, turismo de ascendencia, comida y el sur.

De Fairbanks a Anchorage, Alaska

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En un viaje a Alaska por primera vez, se pudieron apreciar los colores del otoño en un paisaje montañoso y accidentado. La escritora Gwen Pratesi y su esposo, Roger, escalaron el glaciar Root.
Gwen Pratesi; Riverbed Productions

Un viaje por carretera con mi esposo desde Fairbanks, Alaska, pasando por la península de Kenai y hasta Anchorage a finales de agosto del 2017 cambió mi vida de formas que nunca podría haber imaginado. Fomentó un amor por un lugar tan diferente al resto de Estados Unidos y tan lejos de casa. Aunque mi esposo había viajado a Alaska varias veces antes, era mi primer viaje al estado conocido como La Gran Tierra. Durante nuestra aventura de 10 días, me vi abrumada por la belleza infinita y la naturaleza salvaje. Conducimos a lo largo de extensos tramos de carreteras casi vacías, volamos sobre tierras remotas y nos detuvimos en casi cada giro para tomar fotos.

Nunca había visto los brillantes colores del otoño, que aparecen a mediados o finales de agosto en Alaska, contrastando con paisajes montañosos tan accidentados como estos, algunos aún con nieve en las cumbres del invierno anterior. Un caleidoscopio de colores se pintó a través de los valles y la tundra, desde amarillos y dorados hasta rojos y morados. También aprendí que un viaje de otoño a Alaska trae mucho más que colores otoñales y un frío brusco en el aire. Descubrimos el rápido cambio de estaciones de verano a otoño con cierres tempranos de las principales atracciones, alojamientos y proveedores, visitándolos en los últimos días de su temporada de verano. También tuvimos la oportunidad de ver la aurora boreal, uno de los momentos más destacados de nuestro viaje.

En las primeras horas de la mañana en Fairbanks y en el pequeño pueblo de Copper Center, fuimos tratados con mágicas exhibiciones de la aurora boreal bailando a través del cielo nocturno despejado. Era temprano en la temporada de auroras en Fairbanks, que se extiende del 21 de agosto a abril, pero las estrellas parecieron alinearse para que pudiéramos presenciar el fenómeno por primera vez durante nuestra última noche en Fairbanks y nuevamente mientras nos dirigíamos hacia Anchorage.

En Alaska, los “viajes por carretera” frecuentemente implican avionetas, helicópteros, transbordadores o barcos para llegar a destinos remotos, ya que la mayoría de las comunidades del estado (aproximadamente el 80%) son inaccesibles por carretera. Desde Copper Center, volamos en avioneta hasta el pequeño pueblo de McCarthy, situado en las afueras de Kennicott.

Quedamos fascinados con el paisaje durante el vuelo mientras volábamos a través de las montañas y sobre glaciares hacia el Parque Nacional y Reserva Wrangell-St. Elias, el parque nacional más grande de Estados Unidos, para visitar el Kennicott Glacier Lodge. Hacer senderismo en Glaciar Root, uno de los pocos glaciares que son fácilmente accesibles en Alaska, fue otra primicia para nosotros, cuando nos pusimos los crampones (dispositivos de tracción que se sujetan a tus botas de senderismo para caminar sobre hielo y nieve) y nos dispusimos a hacer una caminata de ida y vuelta de 4 millas para ver las cavernas de hielo de un azul espeluznante. También exploré la mina de cobre Kennecott, que dejó de funcionar en 1938 y se convirtió en Monumento Histórico Nacional en 1986.

La autopista Marina de Alaska desde Valdez hasta Whittier fue otro viaje secundario fuera de la carretera, tomando el ferry a bordo del MV Aurora con el automóvil a través del lluvioso, brumoso y muy agitado Prince William Sound. Si bien no era un día soleado de otoño perfecto, aún pudimos ver parte de la vida marina, incluidas algunas ballenas, nutrias marinas y leones marinos de Steller posados a lo largo de la costa rocosa. Después de desembarcar, recorrimos nuestro último tramo de carretera en auto desde Whittier, que ofrecía impresionantes vistas de las montañas Chugach y Turnagain Arm a lo largo de la autopista Seward, en ruta a Anchorage.

Mi viaje por carretera a Alaska en el 2017 inspiró una fascinación y amor por el estado, lo que resultó en muchos viajes de regreso durante todas las estaciones a lo largo de los últimos ocho años. Después de estas visitas y de haber adquirido una mayor apreciación por este lugar especial, puedo verme viviendo allí y tengo una conexión innegable con esta gran tierra, su belleza natural y la gente que llama a Alaska su hogar.

​Gwen Pratesi, finalista del premio James Beard de periodismo, es una galardonada periodista de viajes radicada en Florida. Su trabajo aparece en muchas publicaciones, incluidas US News & World Report, The Points Guy, Cruise Critic, Travel + Leisure, Garden & Gun, Frommer's y otras.

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