Vida Sana
Llevo 50 años escribiendo sobre comida, pero la crisis causada por la COVID-19 me demostró lo mucho que no sabía. Haber visto por primera vez en la vida estantes de supermercados vacíos me inspiró a comunicarme con quienes nos alimentan. A medida que hablaba con agricultores, pescadores, ganaderos, chefs y fabricantes de quesos, por fin empecé a entender cómo funciona realmente nuestro sistema alimentario.
Esta es la situación: todos sabemos que nuestras preferencias culinarias han cambiado. Sabemos que en la actualidad, las personas en este país comen más salsa que kétchup, y que la sopa de fideos tipo ramen es tan familiar como la sopa de tomate marca Campbell’s. Sin embargo, cuando hablamos de lo básico, tendemos a pensar que comemos casi lo mismo que consumían nuestros abuelos.
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Tomemos por ejemplo la cena de Acción de Gracias. Desde 1863, cuando Abraham Lincoln declaró que el día de Acción de Gracias sería un feriado nacional, la gente en todo Estados Unidos ha comido pavo horneado, relleno de pan y puré de papas. “Este sabe igual al que hacía mi abuela”, dice mi esposo todos los años, mientras nos deleitamos con el hecho de que literalmente comemos algo histórico.
Su memoria lo engaña. La comida sobre mi mesa —y la tuya— no se parece en nada a lo que una vez comieron nuestros antepasados. Un pavo nacido hace 50 años desconfiaría mucho del ave que estás tajando, el agricultor del pasado casi ni podría reconocer las papas sobre tu plato y el trigo del pan que usamos para el relleno es muy distinto a los granos color ámbar que provenían de las llanuras del pasado. En Estados Unidos, los alimentos se transforman a un ritmo tan rápido que en unos años es posible que nuestros pavos ya ni siquiera nazcan de huevos.
Aunque tal vez no me acuerdo del sabor de la comida de mi abuela, desde luego recuerdo que se quejaba de lo que costaba. No es de extrañar, porque gastaba casi un tercio del presupuesto del hogar en alimentar a la familia. Desde entonces, los precios de los alimentos han bajado de manera tan drástica que la persona promedio gasta solo un 7% de su presupuesto, menos de lo que gasta la gente en cualquier otro país del mundo.
Si bien parece que hemos progresado, mirémonos al espejo. La tercera parte de la población tiene sobrepeso, y 6 de cada 10 padecen problemas de salud crónicos como diabetes, enfermedades del corazón, asma y hepatitis. ¿Tiene algo que ver con nuestra comida de bajo costo? Para buscar las respuestas, retrocedí al pasado.
Durante mi niñez en Connecticut, mi madre compraba maíz, aves y tomates en una granja vecina. Nuestra leche provenía de una lechería cercana, Loudon Dairy. La granja desapareció hace tiempo y ahora la lechería es un campo de golf. Nunca pensé mucho en por qué ya no existen, pero resulta que no fue algo accidental.
A principios de la Segunda Guerra Mundial, casi la cuarta parte de las personas en este país trabajaban en actividades agropecuarias. Después de que terminó esa guerra y empezó la Guerra Fría, nuestro Gobierno decidió que producir alimentos más grandes, mejores y en mayores cantidades que los soviéticos sería una gran manera de diseminar la democracia. Lo primero que hicieron fue convertir en fertilizante las enormes reservas de nitrato de amonio que sobraron del programa de explosivos.
El nuevo fertilizante rico en nitrato aumentó drásticamente la productividad. Mientras tanto, nuevas máquinas que ahorraban trabajo reemplazaron a los caballos poco eficientes y las técnicas avanzadas de cultivo de plantas mejoraron el rendimiento. También se introdujeron adelantos científicos como el uso de antibióticos para lograr que los animales crecieran más rápido. Para 1960, nuestras granjas se habían vuelto tan eficientes que menos agricultores podían cultivar muchos más alimentos, y la proporción de agricultores disminuyó al 9% de la población.
Las granjas pequeñas fueron absorbidas por otras más grandes; en los suburbios estadounidenses, las granjas empezaron a desaparecer. Los habitantes de las ciudades casi ni se dieron cuenta, pero empezábamos a perder el contacto con la manera en la que se cultivaba nuestra comida. La situación empeoró tanto que hace 10 años, cuando le di un pepino a un niño de la ciudad de Nueva York, lo miró extrañado. “¿Y eso qué es?”, preguntó.
Pero no solo perdíamos las granjas. Todos los veranos, mi familia se amontonaba en la antigua camioneta de mi padre y a medida que atravesábamos el país, parábamos a comer en restaurantes locales. Recuerdo la primera vez que probé las almejas rellenas de Rhode Island y lo emocionantes que eran los sándwiches de carne molida de Iowa.
En el camino a Carolina del Sur, repetí sin parar las palabras “guisado Frogmore, guisado Frogmore” al tiempo que me preguntaba cómo sería el sabor de esa especialidad regional. Esos recorridos se terminaron en la década de 1960: los restaurantes que servían esos platos empezaron a cerrar y los viajes por carretera eran mucho menos divertidos cuando los únicos lugares que quedaban solo servían comida rápida. La gente había escogido la uniformidad en vez de la tradición. Pero perdimos más que solo los sabores regionales: nos quedamos sin parte de lo que unía a las zonas rurales de Estados Unidos.
Además, la eficiencia invadió nuestros hogares. A principios de la década de 1950, The Can-Opener Cook Book de Poppy Cannon se convirtió en un libro de recetas muy exitoso con sugerencias de comidas familiares rápidas y fáciles preparadas con enlatados. Cuando mi madre se aficionó a estas recetas, a mi padre y a mí dejó de gustarnos la hora de la cena.
Hace poco, busqué la receta de uno de los platos favoritos de ella: Guiso à la King. Resulta que son macarrones con queso enlatados y pollo a la King enlatado, con queso rallado, migas de pan y mantequilla por encima. ¿Será que mi madre en realidad pensó que era apetitoso? ¿A alguien le parecía rico? Creo que gran parte del éxito de Poppy se debió a que promovió sus teorías dudosas en la televisión, el nuevo medio de comunicaciones favorito del país.
Pero ella solo fue un personaje típico de los tiempos en los que vivíamos. Para mediados de la década de 1950, las cocinas estaban equipadas con refrigeradores y las amas de casa llenaron sus nuevos congeladores con tres comidas icónicas de esa época: cenas precocinadas, bastoncitos de pescado y frituras de papa. Con toda franqueza, después de los inventos de Poppy Cannon, estos eran toda una sensación; esas cenas precocinadas de pollo, con sus arvejas y puré de papas, fueron algunas de las mejores comidas que preparó mi madre.
“Lo que deseamos es facilitar más la vida de nuestras amas de casa”, dijo el vicepresidente Richard Nixon a Nikita Khrushchev, primer ministro de la Unión Soviética, durante los famosos “debates de cocina” de 1959. Mi madre y montones de mujeres se tomaron en serio las palabras de Nixon. Para ellas, incluso las cenas precocinadas demoraban demasiado.
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